En una tribuna anterior elegí reflexionar sobre política, tecnología y comunicación en tiempos de pandemia. Me gustaría terminar modestamente este ejercicio, carente de aspiración científica ni erudición (esto último es evidente, si se identifica ésta con un texto plagado de citas, maniobra tramposa que en una sociedad tan chovinista ha cosechado un gran éxito como manifestación de aquélla), y por supuesto sin ningún ánimo de exhaustividad, de manera que he elegido una nueva trilogía -pandemia, planeta, personas- sobre la que volcar mis devaneos, ustedes me sabrán perdonar.
La pandemia, pese a lo que pudiera parecer en una primera impresión, causada por la información sobre el fallecimiento de personas de gran capacidad económica, no nos iguala. Al contrario, está siendo un enorme potenciador de desigualdades, y no sólo económicas. Lo que sí nos iguala ante la perspectiva de enfermar es disponer de servicios públicos –de todos y cada uno de nosotros-, que cuiden de la salud en un sentido global y social. También nos iguala disponer de otro tipo de servicios, relacionados con la seguridad jurídica, la iluminación y limpieza de las calles –y su pariente enterrado, el alcantarillado-, el acceso a medicación y tratamiento, la posibilidad de educarnos, desplazarnos, acceder a la cultura, comunicarnos, sea cual sea nuestro nivel de ingresos. Nos iguala lo público, en definitiva, las libertades, deberes y derechos colectivos. Ese pariente incómodo de la pandemia llamado confinamiento, y especialmente la pérdida de acceso a espacios y servicios públicos que conlleva, ha incidido con mayor profundidad sobre quienes no tienen capacidad para adquirir un espacio/servicio privado digno. La pérdida de la calle, del cielo sobre nuestras cabezas, ha caído como un peso sobre quienes más necesitan un parque, una zona de juegos común, un paseo, acercarse a ver el mar, o cualquier tipo de horizonte, esto es, sobre quien no tiene jardín, ni piscina, ni casas en primera línea de mar o chalets de montaña. El confinamiento en un piso patera, en un CERMI, en un mini-apartamento sin ventanas, o con ventanas al asfalto (por no hablar directamente de las personas encarceladas), es mucho más cruel, mucho menos soportable, mucho más meritorio, casi heroico. Como suele ocurrir con cualquier crisis, los que menos tienen son los que más pierden con la desaparición de los espacios y servicios públicos colectivos. Y su comportamiento está siendo admirablemente ejemplar, no deberíamos olvidarlo como sociedad.
El planeta. Se nos olvidó el planeta. Rápidamente, la enfermedad ha generado una capa opaca e impermeable que lo ha cubierto todo, como una ceniza gris asfixiante que no nos deja respirar, pero tampoco ver más allá. Hay quien piensa que esto que estamos padeciendo es un castigo natural (pocos he oído que lo consideren un castigo divino), una reacción de la naturaleza ante nuestras agresiones. Sinceramente, lo dudo, pienso más bien que el origen está en un comportamiento humano, y nuestra actual cultura de desplazamiento global ha contribuido significativamente a su expansión. Lo que sí podría convertirse es en una enorme, inesperada, indeseable oportunidad para resetear, para generar un cambio radical en el sistema económico y social con el que estamos llevando al planeta al colapso (término quizá algo exagerado, pero lamentablemente necesario para generar una reacción suficiente). Lo que pone en evidencia este tiempo de confinamiento humano global es lo mal que le sentamos al planeta, y lo contento que parece sentirse de haberse librado, parcial y temporalmente, de nuestros abusos, de nuestra sinrazón. Hemos detenido la actividad humana en un porcentaje inimaginable, y la naturaleza lo agradece. La cuestión que se plantea ahora es si aprovecharemos esta oportunidad de origen maldito para cambiar nuestra manera de producir, consumir y relacionarnos con la naturaleza, a la que no podemos tratar como un recurso (como tampoco podemos hacer con otros seres humanos). No puedo, muy a mi pesar, ser optimista al respecto, en muchos casos porque los ciudadanos (me niego a reducirnos a consumidores) padecemos una carencia de herramientas para hacer las cosas de manera distinta. Herramientas físicas que, siendo asequibles, resulten más respetuosas con el medioambiente en nuestros desplazamientos, ocio y consumo diarios, y herramientas emocionales, que contrarresten el permanente bombardeo que vincula consumo irracional con felicidad y prosperidad, y que, al mismo tiempo, y en un meritorio malabarismo comercial, convierte consumir en un gesto prácticamente solidario. De manera que, si no adquirimos, consumimos, viajamos, trabajamos tanto o más que antes, seremos insolidarios y responsables de la falta de creación de empleos. Incluso, seremos especialmente insolidarios con los más pobres; con quienes, si no trabajan, aunque sea contaminando y contaminándose a niveles insoportables, pronto morirán de hambre o enfermedad; tal es la perversidad en la que se mueve el sistema. Al igual que el ecologismo, el altermundismo (otro mundo es posible), denostado y menospreciado como antisistema y antiprogreso durante décadas, y recientemente acogido -sólo apariencia y casi siempre a efectos reputacionales- por el sistema político y económico dominante, ese movimiento que reclama una globalización distinta, sustentada en otros valores, se abre paso como la única solución humana y medioambientalmente aceptable.
Quedan las personas. La primera pregunta que se me ocurre tiene que ver con el cuándo. Cuándo la emergencia dejará un resquicio para que nuestra mente dedique algo más que un par de neuronas asustadas a pensar más allá de mañana. O en otra cosa que no sea la propia pandemia y las cosas que se nos permite o no se nos permite hacer según estemos en qué fase, y lo injusto que es que puedan/no puedan abrir ciertos comercios, y si debemos o no llevar mascarillas, y tantos otros debates agotadores e infructuosos, que nos ofrecen la excusa de desbordamiento mental perfecta para no afrontar otros problemas más relevantes que todos intuimos se nos avecinan, o están ahí latentes, latiendo, sin llegar a estallar, todavía.
Y sin embargo resulta imprescindible hablar de cómo nos cambiará esta pandemia. De nuevo habrá cambios internos, personalísimos, y cambios colectivos, como sociedad. Las consecuencias emocionales de permanecer un largo período de tiempo rodeados de una burbuja invisible e infranqueable, dentro de la que habita permanentemente un miedo latente, condicionará cada movimiento, cada decisión que implique el uso de espacios comunes y el contacto con otros. Ese miedo se traduce al menos en dos comportamientos: la pasividad y la desconfianza. En relación al primero, es sabido que todas las personas, ante una amenaza, estamos programadas para huir o atacar. Escondernos se concibe como una solución provisional, de emergencia, sólo asumible en caso de que nos permita mantenernos vivos el tiempo imprescindible hasta poder huir o atacar. Por eso la pasividad, la inacción, el no hacer aparentemente nada, la contención permanente, va en contra de nuestros instintos, nos obliga a luchar contra esa voz interior que nos pide actuar, llevar algún tipo de acción que impida que el movimiento intelectual se atrofie, se pudra al volverse obsesivo (tampoco clamo por lo contrario, una especie de hiperactividad física hiperventilada que nos impida felizmente pensar). ¿Se habrá instalado la pasividad, enraizada en el miedo, en nuestro ánimo? Quizá no, pero sí sin duda una cierta dependencia, derivada de la mengua de libertad y capacidad para decidir. Presos inocentes, condenados sin delito (al menos conocido), pseudo-voluntaria y resignada o menos resignadamente encerrados, en una sociedad en la que la posibilidad de decidir qué hacer en cada momento, o planificar a medio y corto plazo cómo va a ser nuestra vida, forma parte esencial de nuestra concepción de la libertad. No se trata sólo que deseemos salir, deseamos poder elegir salir o no. Y, quien sabe, cuando se pueda salir libremente, cuando podamos elegir, quizá nos encontraremos débiles, abrumados, no sabremos qué opción tomar, nos preocuparán tanto las consecuencias que puede que, sin límites legales, el miedo nos siga paralizando.
En su peor versión, ese miedo lleva a la desconfianza hacia el otro. Odiaría que el confinamiento potenciara un pensamiento semejante, pero es evidente su efecto pernicioso de cierre de fronteras, físicas y mentales. Nuestro círculo se ha reducido significativamente. Al no haber espacios públicos, ni contacto con otras personas, puede que hayamos perdido la habilidad social imprescindible de respetar al otro. El otro es, en estos momentos, una amenaza no potencial, sino real, para nuestra salud. ¿Seremos capaces de superar ese miedo al desconocido, al que se encuentra fuera de nuestro limitado círculo de confianza?
Se me ocurren al menos otras dos secuelas que permanecerán en nuestra sociedad. Una tiene que ver con la imposibilidad de cuidar: cuidar es uno de los grandes instintos humanos, especialmente ante una tragedia. Cuidarnos por supervivencia, pero cuidar al otro también. Y no sólo porque su salud influye en la nuestra, que sería un acto egocéntrico reflejo (tu salud para que no me enfermes, para que no me contagies), sino porque está en nuestra naturaleza cuidad, curar, acompañar al que sufre, velar al fallecido. Una de las características más crueles de esta enfermedad está siendo no poder cuidad, curar, acompañar, velar a nuestros seres queridos. Nos deshumaniza, incrementa exponencialmente el dolor, el sufrimiento, el abatimiento. Pensar en la muerte en soledad, después de un largo período de miedo, sufrimiento, incertidumbre; atados y dependientes de máquinas, aislados de cualquier ser humano, imposibilitados incluso para expresar agradecimiento, debilidad, alegría, afecto…genera un dolor incalculable, de consecuencias imprevisibles sobre nuestro ánimo individual y colectivo.
Habrá otro sufrimiento mucho más mundano y acuciante. Muchos van a sufrir pérdidas materiales que los lleve o los hunda aún más en la precariedad en la que ya se encontraban. Hablamos de necesidades básicas, vivienda, alimentación, educación, vestido, cuidados. Recién empezando a escapar de la crisis de los ricos que se convirtió en el drama de los pobres, la brecha entre unos y otros se amplía de una manera insoportable, y el futuro se plantea como una quimera para un porcentaje cada vez mayor de la población si no se asume una responsabilidad social, colectiva, que no deje a nadie atrás. Al igual que no se puede luchar contra la enfermedad desde el individualismo, sino desde una responsabilidad individual y social compartida, tampoco se puede pensar en el futuro sin un sentido colectivo. Habrá que ser justos, solidarios, no compasivos ni altruistas. Compartir lo que se tiene, no donar lo que nos sobra. Como sociedad, aprender la lección de la relevancia de lo colectivo, del impacto de cada acto, de nuestra fragilidad si no nos contemplamos como especie.