Durante este puente interpatriótico que hoy acaba, hemos aprendido que las banderas pesan. No por la historia ni por la tradición. Ni por el honor, las raíces, los sentimientos o la herencia. Es por la masa. Por la fuerza de gravedad. Puro Newton. Sale la Senyera durante los actos del 9 d’Octubre para conmemorar la entrada de Jaume I a Valencia y uno cree que la carga simbólica es lo que ralentiza la comitiva. Pero no. La concejal de Cultura valenciana, Glória Tello, apunta que hay que aligerar el mástil, de dieciocho kilos, para facilitar su traslado cuando la gravedad sea más poderosa que los bíceps. Para las mujeres, dice. Para todos, rectifica poco después el alcalde, Joan Ribó. Entre una y otra declaración, una avalancha de acusaciones de sexismo que nos recuerda que estamos en plena consolidación de las redes sociales, donde no importa el simbolismo, ni siquiera la física de Newton. Lo que cuenta es la repercusión, tan ingrávida, tan efímera, tan sonora.
También hemos podido aprender que las banderas están sometidas a la física cuántica. Sucedió con los ribetes rojigualdas de la camiseta de Gerard Piqué. Unos bordados que estaban y no estaban, como el gato de Schrödinger, en función de cuál fuera el periódico que jamás vamos a leer o el programa por el que nunca zapeamos en los que apareciera la polémica. En este caso, la carga simbólica volvía a ser irrelevante. Lo de menos era la bandera, en un país donde los únicos colores que se sienten son el blanco o el negro. Aquí de lo que se trataba era de desembarazarse de un personaje incómodo mediante el acta de defunción por aplastamiento de buena parte del periodismo deportivo, sobre el que ha caído el yunque marca ACME de las redes sociales. Ya no se contrasta, ya no se pregunta, ya no se espera. Simplemente se aprieta el gatillo para que nuestra propia sombra no nos descerraje un tiro. Y después, si acaso, se rectifica.
Queda todo el día de hoy para que emparentemos la bandera con la física de Einstein. No será difícil. Hemos demostrado que con masa y velocidad somos capaces de desarrollar una gran energía. El peso de las opiniones de un bando, contestado con gran premura por las opiniones del otro, todo ello en voz bien alta, no se vaya a quedar nadie sin escucharnos. Y en medio, las banderas. Sin más valor que la lectura que cada uno les quiera dar, tan íntima como la fe o la receta de la tortilla de patatas. Sometidas a la fuerza de la gravedad, a la decoloración del tiempo y a la digestión de las polillas, como cualquier otro artefacto humano. En el Reino Unido de antes del Brexit, al menos supieron sacarle tajada al encanto pop de la Union Jack. En Estados Unidos han sabido transformar las barras y estrellas en un icono cinematográfico y en el manto bajo el que se ocultan todos los pecados. En Francia, la tricolor dio hasta para una trilogía de Kieslowski. En España, todas las banderas solo sirven para lo único que sirven todas las banderas. Y los setos de jardín.
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