Me faltan palabras. Palabras concretas para expresar lo que pienso, lo que veo o lo que siento sin tener que recurrir a perífrasis, a metáforas. Me faltan idiomas donde tal vez le hayan puesto nombres sin yo saberlo. Mamihlapinatapai es un vocablo de los yámanas de la Tierra de Fuego que no tiene traducción al castellano. Yo habría necesitado esa palabra, ignoro si verbo o sustantivo, para describir el momento previo a un beso inminente. Ese instante en el que dos personas se miran en silencio, sabiéndose cómplices de un deseo compartido, pero no se atreven a dar el primer paso. Cualquiera que se haya enamorado alguna vez conoce esta experiencia innombrable. Fíjense que he empleado tres líneas para decir lo que los yámanas explican en una sola: Mamihlapinatapai. Larga, sí. Dificultosa, también. Pero incluye tantos matices que quizá no cabe en otra más simple. En realidad, los nativos de esas tierras australes le dan un uso más amplio, pero yo me quedo con ese.
Me faltan verbos. Verbos que expresen acciones invisibles como levitar dos palmos sobre el suelo cuando se está en ese estado de felicidad transitoria próximo a la embriaguez amorosa. Verbos precisos para definir el ahogo que produce tener miles de cosas pendientes sin ser capaz de ponerte manos a la obra para liberarte del sentimiento de culpa. Necesito vocablos híbridos para verbalizar la comunión entre la indignación, el cabreo y la cobardía que se ha instalado en mi vida. A veces, esas lagunas verbales las cubrimos con préstamos lingüísticos de importación y las hacemos nuestras. Palabras adoptadas del portugués, como saudade. O cabanga, del idioma africano shanga. Ambas expresan lo mismo. Ese “punto de encuentro entre la alegría del recuerdo y la tristeza de la ausencia”, que decía el escritor nicaragüense Sergio Ramírez. La cabanga es esa “materia prima de la que están hechos los tangos”. Palabras agridulces, intangibles, intraducibles que nos definen como cultura. Solo los japoneses tienen una palabra para definir el efecto de luz difuminada y entrecortada cuando los rayos del sol brillan entre los árboles. Lo llaman Komorebi. Nosotros necesitaríamos un poema entero para decir lo mismo. Y solo los suecos podrían haber inventado la palabra gökotta para expresar la necesidad de despertarse temprano con el único propósito de escuchar cantar a los pájaros.
Existen palabras maravillosas, divertidas, imprescindibles. Palabras de otros microcosmos culturales que se esconden en diccionarios ajenos. Palabras como tingo, procedente del pascuense, que significa robar gradualmente todas las posesiones de nuestros vecinos al pedir prestadas cosas y nunca devolverlas. Como backpfeifengesicht (alemán) que define un rostro que pide a gritos un golpe. Si fuera capaz de pronunicarla la incorporaría inmediatamente a mi vocabulario básico. O bakku-shan (japonés), que sirve para describir a una mujer hermosa, siempre y cuando se le mire de espaldas. Es imperdonable que en una cultura como la nuestra no tengamos una palabra como utepils (noruego) para expresar una acción tan cotidiana como sentarse afuera en un día cálido disfrutando una cerveza. O hanyauku, que en ruKwangali, una lengua bantú, describe el acto de caminar de puntitas sobre la arena caliente. Entre las palabras que la RAE debe incorporar con urgencia está Ilunga, otro término bantú que define a una persona que puede permitir cualquier abuso una vez, tolerarlo una segunda, pero nunca una tercera. Esta me la pido, ya.
Exijo palabras concretas para nombrar el olor etéreo de las madres que impregna nuestra memoria. El olor que desprende la muerte inminente. Y necesito urgentemente que alguien le ponga nombre en castellano al olor a tierra mojada. Unos geólogos australianos propusieron la palabra “petricor”, que es la esencia que corre por las venas de los dioses según la mitología griega. Ignoro cómo es la sangre de los dioses pero su aroma es realmente divino. @layoyoba