Hoy se cumplen exactamente cuarenta años del día después y seguimos buscando la batalla que legaremos a nuestros nietos. Es, probablemente, uno de los marcadores que nos identifica como humanos. Seguro que les pasó también a los espartanos que se preparaban para el combate un año antes de las Termópilas. Nos gusta formar parte de la Historia, así, con mayúscula capitular, valga la redundancia, y no siempre lo conseguimos porque, seamos honestos y humildes, no depende casi nunca de nosotros. Hoy se cumplen cuarenta años del primer día en que supimos que en alguna ocasión, volveríamos a recordarlo con periodicidad. Yo tenía nueve años, observé cierta agitación en casa, navegué entre susurros toda la tarde, jugué quizá al parchís con mis tres amigos invisibles. Y tal día como hoy, fui al colegio y en mi clase faltaba más de la mitad de mis compañeros. También faltaban diez días para que naciera mi hermano.
El 23-F no fue la batalla de mi generación. Nos corresponde ahora estudiarlo, evaluarlo, desentrañarlo, porque ya tenemos edad de estar asentados en nuestros trabajos como historiadores, periodistas o rastreadores de internet. Pero a los nueve años no se identifica un golpe de estado, no se conocen las consecuencias de que las calles de Valencia estén repletas de tanques y Calvo-Sotelo no era más que un señor con un apellido muy gracioso que, sin embargo, siempre mostraba su rostro taciturno en el Telediario, un rato después de que acabara la emisión de los payasos de la tele, de Barrio Sésamo o de los dibujos de la Pantera Rosa. Cuarenta años después, sigo buscando con frecuencia en internet los créditos finales de la Pantera Rosa. Aquel 23-F yo era el niño que soñaba con llevar un casco y conducir un coche deportivo como el que salía en los créditos finales de la Pantera Rosa. La irrupción de Tejero en el Congreso no me hace falta buscarla. Los de mi generación somos los que seguimos escudriñando el entorno para encontrar una columna de humo que indique de dónde venían los tiros, como secundarios de una película del Oeste.
Con suerte, la batallita que escucharán los nietos que nunca tendré será la de la pandemia, por supuesto. Debería bastarnos para llenar un siglo de historias y memorias. Debería bastarnos para recapacitar, para cuidar lo que hacemos con el planeta, para ser más solidarios, para prever las complicaciones económicas, para aprender a sacrificarnos y tener paciencia, para que los privilegiados no se vacunen antes que los colectivos más débiles. Pero no lo hará porque nos aburre la paz. Porque nunca nos conformaremos con desembarcar en Marte, con el debut de los próximos Beatles, con la llegada de una mujer a la Casa Blanca, con la invención del teletransportador o con la erradicación del cáncer. Y porque jamás sabemos cuándo nos va a tocar un Vietnam, una caída del Muro, un 11-S, un 11-M. Un 23-F. Las batallas que, años después, contamos a nuestros descendientes sin entender del todo cómo es que volvemos a enfrentarnos unos a otros sin haber aprendido nada de las Termópilas.