Ahora, al menos, ya sabemos que permitir pintar grafitis en un claustro renacentista declarado Bien de Interés Cultural (BIC) sale por el módico precio de 1.000 euros. Lo dice una reciente sentencia contra el actual responsable del Centre del Carme, José Luis Pérez Pont. Por ello estoy pensando en darme un homenaje para pregonar mi libertad de expresión y de paso quedarme tan ancho. Eso es lo que ahora se entiende como modernidad, o sea, confundir el arte urbano con la gamberrada o el libertinaje. Aunque lo peor no sea esto sino negarse a efectuar un acto de reflexión o simplemente pedir disculpas y admitir el error.
Pero por aquí nunca pasa nada, políticamente hablando. Salvo que el señor Pérez Pont dice todavía sentirse complacido y abrumado por la “cantidad” de apoyos que asegura haber recibido por incumplir nuestras leyes básicas locales y nacionales. En su mayoría, según leí, forman parte de esos denominados artistas urbanos que funcionan como una milicia partisana. Para algo les amparan y financian desde las instituciones públicas. Espero que me disculpen, aunque continúo pensando que eso del arte urbano mal entendido es una atrocidad si no se efectúa dentro de unos límites de urbanidad. Es un “arte” de rebeldía. Pasará a la historia más pronto que tarde, aunque el coste a las arcas públicas por limpieza y decoro nos quedará pendiente. Cada uno es libre de pintar su patrimonio como desee, pero no el de todos. Tenemos normas.
Ser de izquierdas o considerarse progre no significa tener las puertas abiertas para hacer lo que uno desee. Al menos si nos hemos dotado de leyes que deben de ser vigilantes y consecuentes con nuestro patrimonio histórico y artístico, el que nos ha costado siglos mantener en pie y nos cuesta aún más conservarlo en perfectas condiciones.
A un director del Museo del Prado se lo cargaron por una gotera en el museo. A otro, por organizar o ceder el mismo museo a su mujer para que organizara un desfile de moda. Aquí las goteras interminables inundaron en su día el San Pío V por falta de mantenimiento y no dimitió nadie en tiempos del PP. Cerraron recientemente una sala del IVAM también por goteras. Pero todo continúa igual. Con esto de la visita OTAN se han organizado cenas y comidas en el Reina Sofía y el Prado, pero con respeto. Hasta se alquilan museos y teatros para saraos. También el concejal de nuestro ayuntamiento, Carlos Galiana, adoptó como una de sus primeras decisiones que un artista urbano afín le pintara su despacho con figuras de desnudos de cuestionable estética. En fin.
Son todos ellos ese tipo de artista que cree que el grafiti debería de estar protegido y es legítimo. Con esa lectura de ciudad o ese desconocimiento generalizado quiere decir que todas esas gamberradas que llenan barrios y propiedades privadas o públicas han de estar exentas de castigo porque responden a una supuesta “modernidad”. Hasta ese límite hemos llegado. Y no pasa nada. Nadie persigue nada. Hemos llegado hasta el extremo de pintar murales en el Jardín del Turia y palacios protegidos y hasta hemos escuchado a concejales hablar de museo urbano al aire libre. Vaya desfachatez de estos “responsables” políticos que hasta aplauden la desmedida.
Ya escribi hace tiempo que a mí el arte urbano me parece muy bien si se efectúa dentro de unos límites de urbanidad. Si una comunidad de vecinos quiere pintar una medianera está en su derecho porque es suya, pero hacerlo en espacios protegidos debería tener sus límites. No lo digo yo, sino que lo dice nuestra propia Ley de Patrimonio Cultural Valenciano. Porque por ese camino vamos mal ya que hemos abierto una ventana a que todo aquel que se compre un spray para “decorar” un subterráneo hay que mirarlo con buenos ojos y hasta entenderlo y aplaudirlo, que es el error. Total, son sólo 1.000 euros.
Pasen ustedes por el subterráneo de acceso a Valencia por la autovía de Barcelona y verán el desastre en que se ha convertido. Una cosa es el arte urbano en lienzos, paneles de madera o un hecho efímero en una medianera y otra usurpar un monumento histórico sin que nadie exija responsabilidades drásticas cuando a cualquier ciudadano le obligan a tener la fachada de su edificio en perfectas condiciones de mantenimiento. Todo lo bien, que decía mi madre, está bien, mientras respetes a los demás. Además, los seguros reclaman una denuncia por gamberrismo/vandalismo para atender la limpieza. ¿En qué quedamos?
El pasado domingo, por ejemplo, recorrí la nueva plaza de Brujas y comprobé cómo el “arte urbano” había irrumpido en elementos recién construidos y algunos de los muros y maceteros ya estaban sucios y llenos de pintadas, como los elementos del supuestamente denominado jardín de esculturas del IVAM. Si esto es arte, todos somos artistas Algo así como recorrer el Jardín del Hospital de Valencia cuando en la propia fachada del MuVIM cuelga un mural de uno de esos “artistas” urbanos protegidos. Ya sé que vendrán a por mí. Redactar manifiestos es fácil entre voluntades agradecidas.
Nuestros gobernantes, o aquellos que tienen una responsabilidad pública, deberían ser conscientes y consecuentes con sus límites y obligaciones y no animar desde una interpretación de supuesta y mal entendida modernidad. Estamos equivocando conceptos. Estamos rompiendo límites que de seguir así serán en el futuro difíciles de encauzar.
Si al señor Perez Pont, gestor o responsable de un complejo monumental público y protegido, le gusta el arte urbano lo tiene fácil. Que le pinten la casa y comparta por redes sociales el resultado. Pero violar el patrimonio histórico artístico debería tener sus consecuencias culturales, extrajudiciales y sobre todo políticas. Y en su defecto, sus superiores. Esos mismos que también aplauden.
Por eso, además, nos llaman inquisidores contra la libertad de creación y expresión. Ellos. Ya ven. Somos culpables por cumplir elementales normas cívicas y respetar el patrimonio histórico y artístico que no todos, por lo visto, valoran.
Ambas instituciones ya han aprobado las bases para elegir a sus nuevos directores, procesos que se desarrollarán tras la polémica salida de sus predecesores