Yo tenía una falta tableada que no me llegaba a las rodillas. Bueno, tenía muchas porque mi santa madre, que siempre ha sido una adelantada a su tiempo, nos curtía las piernas a base de sol en verano y de frío en invierno. Sin hacer distinción de sexos porque el único pantalón largo que tuvo mi hermano hasta que le crecieron los pelos en las piernas fue el de la primera comunión. El resto de los días iba el chiquillo con un pantaloncito corto y las rodillas tan raspadas como un eccehomo. Servidora, que soy mujer y dos años mayor, también iba a la escuela con faldas y vestidos tan cortos que cuando me agachaba se me veían las bragas. A mi maestra, doña Angelita, tan beata como miope, no le hacían falta las gafas para verme las bragas desde lejos sin tener que agacharme siquiera. Tenía rayos X en los ojos y una mala leche que le nublaba la mirada. Era verme aparecer con la minifalda y pegarme un estirón que me dejaba la cinturilla por las caderas. Más de una me rompió con los jalones. Y mi madre, erre que erre, seguía desafiando a la maestra y vistiéndome como a ella le daba la gana. Prefería coser a pasar por el aro. Lo malo es que en medio de ese duelo de jabatas estaba yo, que me moría por llevar pantalones vaqueros con bolsillos.
Recuerdo estas peripecias infantiles porque esta semana hemos asistido, salvando todas las distancias, a un episodio similar en un instituto de Torrevieja en el que tres alumnas adolescentes han desafiado un reglamento interno que prohíbe asistir a clase con pantalones demasiado cortos. Y se ha montado el belén sacando a relucir toda la sinonimia de la palabra “decoro”. Comportarse con arreglo a la propia condición social, dice la RAE. Es verdad que, por lo general, una se viste de manera acorde al evento, al lugar, al tiempo e incluso la hora. Bueno, todas menos Agatha Ruiz de la Prada que hace lo que sale del armario. Pero también es cierto que la adolescencia está para saltarse las normas y los consejos escolares. Los tiempos han cambiado. Las rastas y los tatuajes ya no son lo que eran. La moda fagocita ideologías, filosofías y credos, y si no que le pregunten a los hippies que salieron indemnes de la guerra de Vietnam pero sucumbieron ante las colecciones “adlib” ibicencas. Llevar unos short en el aula puede ser tan “indecoroso” (poco adecuado al momento y al lugar) como lucir tangas y calzoncillos de diseño bajo unos pantalones “cagados”, salir a la pizarra con unos tejanos rotos y raídos que cuestan un pastón, con unos leggins que marcan glúteos y paquetes o una camiseta empapada de sudor adolescente. En según qué sitios también puede parecer indecoroso portar un lazo amarillo en la solapa. La moda está hipersexualizada, para qué vamos a engañarnos. Pero creo que lo está aún más en la mirada de los adultos. La chavalería está tan acostumbrada a verse con esas pintas, dentro y fuera del aula, que no percibe su indumentaria como una agresión a las buenas costumbres ni como un reclamo sexual con patas. El decoro no se mide en centímetros de tela, se mide dioptrías. En la miopía que supone avistar con claridad un escote y de manera borrosa un acoso en el aula o en el patio. Que Santa Lucía nos conserve la vista.