Mi semana santa sabe a bollos dormidos, a torrijas calentitas y a las perrunillas de mi madre. Mi semana santa huele a incienso, a sudor de costal, a cera y azahar. Suena a marchas procesionales, a racheo de alpargatas recalentadas, a gritos de ¡ánimo valiente! y ¡al cielo con ella! Pero también a un silencio profundo que a veces perfora los tímpanos con más intensidad que la algarabía callejera.
He aquí una de las paradojas de mi vida, porque una, que no frecuenta altares más que por compromiso ni ha heredado la devoción iconoclasta de la familia, se declara muy fan de estas fiestas de primavera cuando las ciudades se transforman en un inmenso escenario al aire libre donde cada año se representa la misma obra aunque siempre distinta. Lo siento. No encuentro una explicación coherente para semejante contrasentido. Esta extravagancia en mi doctrina vital no reside en el fervor religioso sino en la belleza que alimenta todos los sentidos.
Yo no nací con esta pasión desde chica. Incluso puedo rememorar cuándo se originó el prodigio. Fue una madrugada de viernes santo. Sentada en el bordillo de una acera a las puertas de un convento de clausura, no sé cuál. Tenía 18 años, un minúsculo piso en Sevilla y una amiga de visita. Aún no había estallado la burbuja semanasantera. Una luna inmensa caía a plomo sobre la plaza iluminando el cortejo procesional. Los naranjos en flor y el rastro del incienso envolvían la noche sin viento. Por una de las esquinas de la plaza se dibujó la silueta de un Cristo que cargaba una cruz de madera. Primero fue solo una sombra en la pared pero la calle bullanguera enmudeció. Cuando el paso giró noventa grados en una revuelta lenta e imposible, apareció la imagen de un Nazareno alto, encorvado bajo el peso de la cruz, con la muerte reflejada en su piel de madera tallada. Le miré a la cara. El rostro, ennegrecido por el tiempo y el humo de los cirios, era la viva imagen de un dolor pacífico y resignado que debió tomar prestado Juan de Mesa, allá por el siglo XVII, de algún moribundo sevillano en los que solía inspirarse para plasmar los instantes previos a la muerte. Le miré, y mientras lo hacía, desde detrás de las rejas del convento surgió una voz de mujer, cristalina, casi transparente, que le rezaba cantando. Fue tanta la belleza del instante que a veces me pregunto si no lo habré soñado.
La Semana Santa está llena de momentos íntimos, de pequeñas historias que nos atan a lugares y los convierten en fotos fijas de nuestra memoria sentimental. Años después, otro Gran Poder me robó el corazón en Alicante. Fue un miércoles santo en la calle del Pozo. Huyendo de las carreras oficiales. En una esquina, la luna que reposaba sobre el castillo de Santa Bárbara se dejó caer sobre el paso que avanzaba en silencio. Fue apenas un relámpago mágico pero se te pega a la piel como salitre. Para gozar del espectáculo imaginero que nos ofrece esta conmemoración religiosa hay que recluirse en espacios pequeños. En calles estrechas del casco antiguo donde tienes que pegarte a la pared para dejar que transcurra el cortejo, formando parte de él. Observar de cerca las tallas, oler la madera de los pasos, escuchar su crujido acompasado, el tintineo de las borlas de un palio, el golpeo simétrico de los bastones del Cristo de la Buena Muerte, la letanía de las oraciones de los penitentes...
La última vez que me sorprendí rezando, como un reflejo instintivo, estaba viendo la procesión del Perdón en la calle Labradores. Fue por Gabriel García Márquez. Como Úrsula Iguarán, él también murió un jueves santo.
@layoyoba