Quién nos iba a decir a nosotros, que tanto renegamos de ellas, que algún día echaríamos de menos las mascarillas. Hay poca gente que las lleve en interiores. Craso error. El bicho vuelve a tomar aire. Pero el mayor desengaño ha sido descubrir el rostro de conocidos
Hay que recuperar la cordura y volver a taparse la boca. El fin de la obligatoriedad de las mascarillas en interiores ha sido un disparate. Tres semanas han bastado para caer en la cuenta de que los españoles, en cuanto nos dan un poco de libertad, somos incorregibles, al igual que los argentinos, nuestros hermanos en la fe populista. Necesitamos que el Gobierno nos meta de nuevo en cintura y, si es menester, nos ponga un caballito a vigilar las sandeces que decimos con el nokia de la abuela.
No exagero. Si uno se da un garbeo por el centro de València o Alicante, verá que muy pocos compatriotas llevan mascarilla. E incluso en el transporte público, donde es obligatoria, hay insumisos a usarla. La semana pasada, viajando a València en metro, me percaté de la existencia de unos pandilleros peinados a lo Omar Montes —con esto queda todo dicho—, con las caras al descubierto. Nadie, evidentemente, osó recriminarles la actitud. Hablaban en árabe y español. Se bajaron en Jesús entre risotadas y empujones, y se hacían llamar “hermano”.
La muchachada ha sido la primera en celebrar el fin de los tapabocas. En los institutos algún alumno despistado aún los lleva. El resto se siente intocable, a salvo del virus chino. El problema lo tienen los viejunos de sus profesores porque al riesgo de coger la baja por depresión, tal como se han puesto las cosas en la enseñanza, se suma el peligro de acabar en una UCI por coronavirus.
Yo, que de natural soy contradictorio, por llevar un poco la contraria, no me quito ahora el tapabocas ni para hacer mis necesidades. Si en Navidad ignoré la obligación de ponérmela por la calle porque me parecía una orden absurda, ahora me da por llevarla en supermercados, bares, cines y restaurantes. Y he de decir que me molesta sobremanera que un camarero me sirva la consumición sin ella, porque trata con muchos clientes, y no todos ellos son de hábitos sanos e higiénicos.
Margarita del Val y otros brujos modernos de la tribu (los expertos, según el lenguaje periodístico) han avisado de que tanta fiesta y tanto despiporre son una temeridad porque la pandemia sigue ahí, a la espera de una nueva oportunidad. La OMS ha elevado a 15 millones la cifra de muertos en el mundo. España ha aportado el 1%. Doña Margarita tiene razón a la vista del considerable aumento de la incidencia del covid en las personas mayores de 60 años, el único segmento de la población al que le hacen pruebas diagnósticas y del que se tienen datos fiables.
El bicho vuelve a engordar porque lo tiene fácil. Además de la protección de la salud, veo otras dos razones para dar un golpe de timón. Una es que la mascarilla, amén de protegernos, evita decir lo que no toca. Fue el bozal impuesto por el Gobierno en el arresto domiciliario de 2020. Las mascarillas, que al principio eran innecesarias para aquel ministro maravilla, han sido metáfora de la sumisión de un pueblo a un poder que actúa de forma arbitraria porque se sabe impune: nunca paga por sus fechorías. Llevar la mascarilla es aceptar nuestra condición de súbditos en esta España feudal.
“La mascarilla, cuando era obligatoria, nos confería cierto aire interesante ante desconocidos, que se debían contentar con nuestros ojos”
Pero, además, la mascarilla, cuando era obligatoria, nos confería un halo de misterio, cierto aire interesante ante desconocidos, que se debían contentar con nuestros ojos. A decir verdad, en estos dos años hemos envejecido mucho por la acumulación de desengaños, traiciones y pérdidas, y los tapabocas nos ayudan a ocultar este proceso irreversible de desgaste.
Si sois sinceros, seguro que os habéis llevado una desilusión al descubrir el verdadero rostro de un compañero de trabajo. Eso sí, hay caras que vuelven a despertar miedo y asco. Estas últimas se observan en el Parlamento español. Ya ni me acordaba de cómo era la jeta de Mertxe Aizpurua, portavoz de Bildu. Como periodista se ganaba la vida haciendo entrevistas a etarras. Ahora dicen que tiene sentido de Estado. Su cara avinagrada produce espanto. La mala del cuento. Mejor que se tape la cara. La del pijoaparte Rufián, en cambio, invita a la chanza, con esa barbita recortada de petimetre de comedia dieciochesca. ¿Y la de don Aitor Esteban? El rostro mofletudo de este cobrador del frac de la burguesía vizcaína nos hace ver la buena vida que padece con cargo a las dietas abonadas por el odioso Estado español.
La sede la soberanía nacional (lo de soberanía es un decir) se ha contagiado de la ligereza de la calle. Porque les conviene. Pero sólo por unos meses, hasta que pase el verano, y el Gobierno, basándose en otro informe elaborado por expertos falsos, justifique de nuevo la obligatoriedad de las mascarillas. Por una vez estaré de acuerdo con ellos. Nunca se debió dar este paso en falso. Y veámosle el lado positivo a las cosas. Una mascarilla bien escogida es un complemento ideal en el vestir elegante. Yo tengo una salpicada de banderitas nacionales que me queda fetén, al decir de mis amigos. Les recuerda al conde de Montecristo y al Zorro, dos embozados que conocían la importancia del engaño para combatir a los enemigos, nuestra razón de ser.