VALÈNCIA. Con el texto de hoy tengo la intención de iniciar una serie dedicada a las manufacturas en distintas artes aplicadas que con el paso del tiempo han entrado por derecho propio en el patrimonio histórico y artístico material e inmaterial valenciano. Cerámica, juguetes, imprenta, artes gráficas, tejidos etc. Por supuesto no son artículos de alto rigor académico sino una vista a vuelo de pájaro de todo un universo que “no s'acaba mai”. Hoy lo haremos con el primero de los dos capítulos que, como poco, hay que dedicar a las manufacturas cerámicas.
No digo algo que no se sepa: la porcelana y gres de Lladró tiene sus adeptos y sus detractores, pero no podemos discutir, a parte de la indiscutible calidad en la ejecución, que esta manufactura es parte de la historia de la cerámica artística valenciana, y muy posiblemente nunca habría sido fundada de no existir una tradición cerámica única en España en cantidad y calidad, iniciada en los hornos de Paterna allá por el siglo XIII, e incluso antes en el ámbito levantino. Las figuras de Lladró forman parte de la vida y los recuerdos de muchos valencianos, y más allá, y en muchos casos su reconocible imagen, tan imitada, es indisoluble del paisaje doméstico de la infancia de muchos. Su producción es enorme y, por tanto, no todo lo que ha venido haciendo la marca desde hace casi setenta años, tiene porqué gustar o ser objeto de rechazo. Yo, de hecho, poseo una pieza de Lladró a la que le tengo especial aprecio no por una cuestión sentimental sino porque sencillamente me parece exquisita, y que, pudiéndola haber vendido, preferí quedármela. Se trata de un pequeño búcaro de los comienzos de la fábrica allá por los años 50 con una etiqueta plateada, de la firma, todavía en el culo. Por cierto, es esta la época que más se busca en la actualidad, y cada vez es más apreciada por los coleccionistas. El búcaro, de un diseño muy centroeuropeo, con la textura del biscuit, es de color blanco mate y en la parte más ancha hay un relieve que reproduce una escena de las pinturas rupestres de las cuevas de Parpalló.
Pero para llegar aquí debemos remontarnos siglos atrás, como decíamos, a las alfarerías existentes entre Paterna y Manises donde, en época medieval, se llevan a cabo algunas de las obras más exquisitas de la cerámica medieval europea: escudellas, platos, jarras, socarrats, catavinos, azulejos, platos o albarelos son algunas de las muchas piezas de forma que salen de estas alfarerías decoradas inicialmente en verde manganeso y más tarde con la técnica del reflejo metálico. El nivel de perfección tanto en la composición de la decoración de cada pieza, como en la ejecución pictórica y de cocción que se alcanza sólo ha sido igualado puntualmente en otras partes de Europa, pero en ningún caso superado. Un ejemplo anecdótico de ello es que existe un plato en el museo del Louvre elaborado en el siglo XV por uno de estos talleres de Paterna, regentados por moriscos, a los que Jaime I les autoriza a seguir trabajando con los hornos que, aunque es algo subjetivo, se ha venido a denominar como “el plato más hermoso de la cerámica medieval”. Proveniente del convento de los Dominicos de Villarreal una estilizada mujer portando un arco atraviesa con su flecha el cuello de un hombre. Quizás un tema de índole cortesano y amoroso. A los dos protagonistas les rodea una profusa decoración vegetal. El plato, de 39 cm, fue adquirido en 1912 a través de la sociedad de amigos del museo parisino.
Vamos a dar el primer salto en el tiempo. Otro momento estelar de nuestras manufacturas cerámicas se produce en el siglo XVIII ya en plena decadencia de la cerámica de reflejo. La importancia de la cerámica, en este caso azulejera, valenciana provocó que en 1795 y hasta el año 1900 se estableciera la Real Fábrica de Azulejos de València, levantada en pleno centro de la ciudad, que se hallaba situada aproximadamente en lo que hoy es el edificio de los cines Lys, según las investigaciones que llevó a cabo el ya fallecido profesor Pérez Guillem, erudito como pocos en la materia, que se dedicó a recoger numerosos fragmentos de piezas que allí se hallaban esparcidas, antes de que se elevara el actual edificio en el solar de la calle Ruzafa. En la fábrica se elaboraron importantes paneles cerámicos que se dedicaron a revestir suelos y paredes de edificios señoriales y religiosos. Desde unas décadas antes esta clase de paneles, en buena parte devocionales, aunque también profanos como escenas de caza o cocinas, ya decoraban fachadas de casas de la ciudad y de los pueblos, la huella de numerosas escaleras de caserones de la nobleza o los alicatados de numerosas iglesias. Sólo con lo que todavía queda instalado en los muros, que es una pequeña parte de lo que se fabricó nos podemos hacer una idea de la enorme producción a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII y primeras décadas del XIX.
Anteriormente, en el año 1727, se había constituido a menos de una hora de distancia en coche, en la localidad de Alcora, la Real Fábrica de Loza fina y cerámica de esta localidad castellonense. Una real fábrica constituida bajo la monarquía de Carlos III, que vive una época de enorme esplendor a lo largo del resto del siglo XVIII, situándose a la cabeza, junto las más importantes factorías europeas, al nivel técnico y compositivo. Si bien es cierto que, inicialmente, toma como modelo la producción que se hacía en Moustiers (Provenza francesa) “fichando” a tres de los mejores artistas en calidad de Dibujante, pintor y moldeador respectivamente, al poco, el nivel de calidad superará con creces a la manufactura del país vecino, emancipándose estilísticamente, por completo, conforme avanza el siglo, aunque siempre empleando motivos muy en boga en el continente (chinescos, rocallas etc). Resulta imposible hablar mínimamente de lo que supone la producción de Alcora en las artes decorativas en la España del Siglo XVIII por la infinita variedad de modelos, temáticas en los distintos periodos que se fueron sucediendo. En la actualidad se está restaurando la fábrica original, cerrada en 1945, y en apenas cinco años se celebrará el tercer centenario desde que se encendiera el primer horno de la fábrica.
Regresando al entorno de València, mientras la cerámica de reflejo ya vive inmersa en plena decadencia después de siglos de pujanza, por no hablar de una práctica desaparición de esta técnica, salvo algunas piezas muy concretas como pilas benditeras, piezas de forma o placas de devoción, es la loza de color la que toma el testigo, produciéndose una nueva fase de esplendor tanto en la azulejería como en la loza con una enorme producción de platos, pilas benditeras, lebrillos etc así como azulejería (cocina, oficios, zoología…). Son incontables los talleres que tanto en el centro de la ciudad como en los alrededores y sobre todo en Manises y Ribesalbes en Castellón, elaboran esta clase de piezas que en muchos casos se han ido conservando y ahora cuelgan en incontables casas ya no solo valencianas sino de cualquier población española, puesto que, en terminología actual, se produce una “democratización” de la cerámica. De entre las más importantes hay que citar la fábrica de Arenes como una de las más importantes de Manises en el siglo XIX. Es fácil distinguir pues las piezas suelen ir firmadas en la parte trasera. Dentro de esta gran producción hay que destacar por encima de todos los llamados en el argot “platos partidos” o de colección que representan motivos variados y realizados con una particular maestría no exenta de ingenuidad y frescura. Los temas recurrentes son puentes, castillos, higueras, fuentes, etc, o, los más buscados dedicados a aderezos de valenciana, figuras humanas o dedicados a alguna figura religiosa local. Estos últimos son las piezas más cotizadas por su rareza y por la especial temática muy pegada a las costumbres y a la religiosidad valenciana. No pensemos que, desde este instante, de gran popularización de la cerámica, la cosa decae. No es así, lo que sucede es que tendremos que dejarlo para el próximo capítulo que hablaremos de nombres propios pues el artista, como en la pintura reivindica su emancipación, y de revivals.
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