Un libro hecho "desde el rencor al trabajo"
VALÈNCIA. Hoy martes vuelven al trabajo miles de valencianos y valencianas y en poco más de 10 días se celebra el 1 de mayo. Estos hitos se celebrarán con una serie de memes depresivos en el primer caso, y carteles y artículos reivindicativos en el segundo. En los últimos años, queda en evidencia que el pilar sociológico del trabajo se está tambaleando. De “El trabajo dignifica” a “abajo el trabajo”, ¿qué ha pasado en medio?
Algunas posibles respuestas se encuentran en Los sueños asequibles de Josefina Jarama (Alfaguara, 2022), en la que Manuel Guedán construye a una Lazarillo de Tormes contemporánea que enfrenta sus ambiciones personales (que son las laborables) a la realidad de un mundo al que no le importan los trabajadores. Josefina empieza a trabajar en Ibi, en la industria del juguete, y también pasa por la València de la ruta del bakalao.
- Tenemos la sensación de que uno de los grandes problemas de nuestros tiempos es el trabajo, pero en esta novela que recorre varias décadas la pregunta que surge es: ¿cuándo no ha sido un problema el trabajo?
- Yo vengo de una familia de izquierdas y diría que en lo poco en lo que hay una ruptura entre mis padres y yo es en la consideración de que el trabajo dignifica. En nuestros posicionamientos en el mundo estamos de acuerdo, lo cual es una suerte, pero para ellos el trabajo es algo bueno, y eso es algo que yo creo que con el tiempo se ha ido rompiendo, incluso dentro del mismo espectro ideológico. Para mí, el trabajo asalariado es una condena y la novela parte del rencor por tener que trabajar. Cuando empiezas con un primer trabajo de oficina y, de repente, tu tiempo le pertenece a otra persona y tienes que pedir permiso para salir un momento a comprarte un bocadillo, y te lo dan porque es un jefe muy amable, pero lo tienes que pedir… Es una sensación de que le pertenezco a otra persona.
He salido de la burbuja de mi reflexión laboral para intentar entender un periodo en el que se gestaron muchos de los males actuales (liberalización del sector bancario, el reparto a domicilio de comida, los contratos temporales…), pero también entender cómo se relacionaba con el trabajo otra generación —en concreto el personaje de Josefina— que no tiene el fetiche de la identidad profesional. Cuando estás en el paro y la gente pregunta “¿tú qué haces?”, tú respondes una profesión, pero es muy duro explicarte hacia afuera sin tener ese fetiche al que agarrarte. Josefina lo quiere tener cuando empieza trabajando en la industria del juguete, pero luego rápidamente se le volatiliza. La gente que no tiene una manera de definirse y de explicarse profesionalmente ante el mundo es como si estuviera coja.
Además, mi entorno social tiene otro fetiche que es el de la formación universitaria, con el que uno luego intenta que las fuerzas centrífugas no le lleven muy lejos de aquello que estudió, y Josefina eso tampoco lo tiene. Me gustaba, de nuevo, explorar a la gente que no tiene ese eje central con el que construirse, sino que en el fondo, su profesión son sus jefes.
- Josefina tiene una madre comunista pero reniega de esa cultura política. Con o sin conciencia de clase, ¿se nace o se hace?
- La cultura de empresa ahora se ha sofisticado y tiene como un montón de terminología y de reflexión al respecto, y pensamiento positivo y dinámicas… Eso antes no existía, pero la cultura de empresa ha existido siempre y Josefina cree, y hasta cierto punto es verdad, que su jefe es quien les da de comer. No es de lo que habla la novela, pero cuando la gente se pone una gorra, un uniforme y su propio léxico está exigido y condicionado por la empresa (como las telefonistas) pueden pasar dos cosas: que empieces a odiar todo aquello o que lo asumas. Mi viaje con Josefina es el de entender a toda esa gente asume la cultura de empresa como propia.
- Escribes desde esa rabia de clase pero en voz de un personaje que no la tiene, ¿cómo marcas esa distancia?
- Yo quería que el libro tuviera crítica de género y crítica de clase, pero que el personaje no fuera ni feminista ni tuviera conciencia de clase. Cuando tienes conciencia de clase, hay que saber atraer y negociar con los que no la tienen pero están en tu mismo bando. Lo que no voy a hacer jamás es rechazar como parte del equipo a gente que está sufriendo (y de hecho, en condiciones mucho peores que las mías) esa explotación laboral. Para mí Josefina es la oportunidad de comprender.
¿Cómo hacerlo? De entrada, negándole la parte discursiva en la que creo que a veces parte de la novela española de izquierdas se puede recrear al poner a personajes que tienen esa capacidad de problematizar y discursivizar el mundo. Josefina no la tiene, y una vez que entras en esa cabeza, pues a ver cuáles son sus herramientas. Ella va cambiando y va evolucionando, pero tiene tiene un complejo frente a su madre porque tiene un discurso frente al mundo y está formada y leída mientras que ella no. Siente el complejo de no tener un discurso con el que mejorar el mundo y eso lo vehicula al final a través del trabajo, y ella se cuenta a sí misma que también el trabajo mejora el mundo, que es un discurso que está ahí fuera.
- Ahora que está tan en boga preguntarse quién es el objeto de diferentes luchas, haces un repaso por el problema del trabajo huyendo de los relatos de las grandes luchas obreras que tendemos a romantizar.
- Josefina precisamente tiene conflictos con sus compañeros de trabajo porque no entiende como tal la solidaridad. Cuando ella llega a Montalbán de Córdoba, que es un pueblo comunista en la novela y en la vida real, a trabajar en el banco, todo el mundo le trata muy bien y su gran afrenta es descubrir que le tratan bien por conciencia de clase y no por sus virtudes propias. Se siente muy vejada porque ese sentimiento de camaradería obrera ella no lo tiene.
Saltando al presente, y aunque no esté en la novela, vivimos esa fragmentación de las identidades obreras: yo trabajo como autónomo y cuando he trabajado en empresas del mundo editorial, hemos sido el jefe y yo. De ahí me nace un poco la idea de uno, a veces, más que un oficio lo que tiene es un jefe y que su trabajo es la personalidad de su jefe: funcionar en torno a la personalidad de su jefe y aprender a evitarlo. Josefina dice esto de que a los jefes no hay que comprenderlos, hay que interiorizarlos.
Además, cuando en un trabajo te ponen pautas para medir la productividad, tu profesión deja de ser producir para empezar a conocer esos mecanismos y trabajar para que parezca que trabajas. Josefina parece una enamorada del trabajo, pero cuando puede un poco, se escaquea.
- Cambian los sectores por los que va pasando Josefina, pero no cambian las dinámicas. Podemos caer en la tentación de pensar que lo que le ocurre a Josefina es que no está en el momento y en el lugar adecuado, pero sí que hay algo que une todas sus historias. ¿Qué es?
- Comercialmente no tendría sentido, pero en mi cabeza la novela se subtitula “una comedia laboral en cuatro despidos y un contrato indefinido” a semejanza de Cuatro bodas y un funeral, Lo que pasa es que el contrato indefinido no me parecía creíble. El despido tenía clarísimo que quería visibilizarlo. A mí me han despedido de la mayoría de los trabajos que he tenido. Y entonces, me veo acabando la carrera, con buenas notas, siendo ese empollón que es Josefina también… Y luego da igual tus notas y tu esfuerzo mientras estudias porque luego te despiden. ¿Por qué? Pues mira, cada trabajo por algo diferente. Es el final natural: estamos acostumbrados a que el final de un trabajo sea el despido. ¡Y aún hay algún jefe que me han dicho “pero vamos a ser amigos”! ¡Yo amigos ya tengo, venía por un salario! Volviendo a la novela, la cosa es que si eres Josefina, cuando vengan mal dadas, es a ti a quien van a mandar a casa, y esa es la parte que vertebra toda la narración.
- Josefina habla en primera persona pero tiene un interlocutor, ¿quién es?
- Lazarillo de Tormes le escribe la carta “a vuestra merced”. Josefina le habla al trabajador que ella no va a tener. Ella cifra su ascenso profesional, como es lógico que lo haga, en dejar de ser la última. Piensa en el día que tenga un trabajador —un poco como su hijo— que será alguien a quien mandar y alguien a quien, potencialmente, despedir. Esto ella no lo dice, te lo añado yo, pero en el momento en el que despides a alguien dejas de ser el último. Ella habla desde la conciencia de que no va a pasar y le habla a una especie de hijo nonato. Y tiene el fetiche de la experiencia: para que tu experiencia valga de algo tienes que tener a quien transmitírsela, un trabajador al que decirle “haz esto y no esto otro”, pero no lo tiene; y por lo tanto, su experiencia, de alguna manera, no vale para nada.
- ¿Qué hacemos con el término meritocracia? ¿Resignificarlo o construir otra terminología?
- Desde luego, en resignificarlo desde la burla estoy muy a favor. De la izquierda que dice que no existe la meritocracia, podría parecer que está llamando tonta a la gente que se lo cree. La gente se lo cree porque hay un cierto porcentaje en el que la meritocracia funciona. Esto es lo que hace que las cosas sean complejas y más difíciles de luchar contra ellas: hay una parte de las mentiras que son verdad. Es normal que la gente crea en la meritocracia porque ha visto o conoce a alguien… Lo que no es verdad es que funcione ni para todos ni para la mayoría. Con lo cual, hay que cogerla con pinzas, o por lo menos, intentar generar relatos que revelen la contracara de ese discurso. Porque la sombra del término es muchísimo más grande y más profunda que sus pocas luces.
- El humor sirve también para distanciarte del personaje de Josefina.
- El humor sirve para lidiar con el rencor. Te decía al principio que esta novela parte del rencor de tener un trabajo asalariado, y el humor es la manera de que el rencor no se te convierta en amargura y de seguir reconciliado con la vida. Y el humor para mí también forma parte de cierto linaje en la tradición española. Para mí por esta novela pasan Berlanga, Eduardo Mendoza, Manolito Gafotas, Lazarillo, Cervantes…
- Vamos a hablar de los contextos de los que habla el libro. Aquí en València nos tocan de cerca dos, la propia ciudad e Ibi. En este último caso, tanto Ibi como Elda cuentan con relatos obreros muy potentes, pero que a veces quedan tapados por el centralismo informativo e institucional. Tú has vivido muchos años en Alicante, ¿te has tomado como una apuesta personal contextualizar la novela allí?
- Yo nací en el 85 y el cambio de paradigma en la industria del juguete viene de antes, pero para mí, la novela ha sido precisamente la oportunidad de investigar en eso. La gente cuenta mucho más de lo que pudiera parecer, me han abierto las puertas de las fábricas, y sobre todo, he entrevistado a muchas personas de la edad que tendría Josefina. Yo imparto clubs de lectura donde van mayoritariamente mujeres de la generación de Josefina, y como además lo hago en bibliotecas del sur de la Comunidad de Madrid, muchas son trabajadoras. En cuanto podía, les pedía una entrevista y la gente te cuenta enseguida sus experiencias laborales y sus relaciones con sus jefes: sus vidas, sus sueños, sus ínfulas. De todo eso me he nutrido en la novela. También he querido conocer el entorno del Valle del Juguete y contar su fin, que literariamente es muy fértil como metáfora del juguete roto.
- Háblame más de la investigación que has realizado para esta novela.
- Gonzalo Torné, que para mí es una figura tutelar, dice que la materia prima del escritor no es el lenguaje, en contra de lo que se piensa, sino la imaginación. Muy de acuerdo con eso. También dice que, a veces, un exceso de investigación puede perjudicar a la novela. Yo creo que será lo único de todo lo que lo que él piensa que le discutiría. A mí, por lo menos, me ha ayudado mucho la investigación. Hay jefes que dicen que “hay que tener ganas de empresa”, y esta frase a mí no se me hubiera ocurrido. Están en biografías de empresarios que he leído un montón como Mario Conde, Botín, Pujals… Le ha ahorrado el trabajo sucio a mucha gente y he destilado las grandes frases de esta gente a lo largo de la novela. Quizás también porque había un salto grande generacional, de género y de clase entre el mundo que retrataba y el mío, me ha ayudado mucho para entender incluso los giros lingüísticos que se han dado.
- Presentas el libro junto a Joan Oleaque y eso lleva indispensablemente a la Ruta. Vivimos un momento de cambio de relato, de poner en valor aquello que se demonizó, pero a su vez, tenemos a una generación que sigue traumatizada por aquellos años. ¿Desde qué perspectiva generas este relato de ficción?
- Igual que estaba el rencor por no trabajar, está en la pena de no haber vivido la ruta del bakalao. Igual hay romantización, pero humanamente me hubiera gustado. Fuera de eso, por el año en el que nací, yo tengo los recuerdos de la parte más sensacionalista de la Ruta, como también del crimen de Alcasser y otros acontecimientos de los 90 que ahora estamos desempolvando. En cuanto decidí ambientar el libro en la Ruta, leí esas dos biblias que son el libro de Oleaque (En éxtasis) y el de Luis Costa (¡Bacalao!), y también el podcast de Eugenio Viñas, Ruta Destroy. Lo que quería era ayudar a poner en su contexto los efectos negativos que llegó a tener la Ruta y también aprender lo que tuvo de movimiento contracultural. Hice un tour saltando las vallas de las discotecas para ver en qué estado están, porque esos fósiles siguen ahí. Con la óptica de Josefina, la novela me sirve para poner a una estajanovista y a una calvinista en un entorno hiperhedonista. Y, de nuevo, Josefina está como desubicada.
- ¿València es un gran escenario para la picaresca?
- Desde la política lo ha sido, sin duda. La picaresca parece una cosa de pobres y de empleados, pero luego en realidad los pícaros son los grandes empresarios y los los poderosos, y los títeres son los políticos. En esa línea, se puede decir que València (y también Madrid, de donde yo vengo) han sido epicentros de la picaresca. Además, València tiene la suerte de haber contado con un retratista como ha sido Berlanga.