Hoy me he levantado con alma de bolero. Este San Valentín es un cachondo. Se le ha puesto cara de Dyango. Del Dyango que nos derretía el corazón y la entrepierna con su voz aguardientosa antes de que se declarara abiertamente independentista y quedara eclipsado por una bandera cuatribarrada. “Ódiame por piedad yo te lo pido (…) pero ten presente de acuerdo a la experiencia, que tan solo se odia a lo querido”.
Pues aquí hemos tenido que querernos mucho, me consuelo, ante la temperatura que está alcanzando el infierno con el que nos desayunamos cada día. El odio es un sentimiento primario y letal que se contagia por contacto.
Es casi imposible odiar a los extraños. Se puede matar a un semejante pero el odio suele ser patrimonio de la intimidad. Igual que sólo nos pueden traicionar aquellos a quienes hemos considerado amigos en algún momento de nuestra vida. Por eso las guerras más cruentas son las civiles.
Cuando el odio sale de las casas, de los dormitorios y se extiende como un incendio incontrolado azuzado por pirómanos que disfrutan con la destrucción del enemigo reciente que antes amábamos. El ensañamiento es un derivado de ese odio. Una enfermedad antigua, incluso bíblica, que se ha escapado de los espacios reducidos donde estaba su ecosistema natural para engancharse como un moco a esta aldea global que nos ha convertido a todos en primos hermanos.
Esta infección altamente dañina para quienes la padecen ha salido a las calles estornudándonos encima. Gritándonos sin pudor en las plazas públicas, insultándonos la inteligencia con argumentos falaces, cagándose en nuestra madre todas las veces que haga falta.
El odio es un superalimento barato, amargo y nutritivo que puede mantenernos en pie incluso cuando no tenemos nada más que llevarnos a la boca. Ni al cerebro. Un buen condimento para la bilis. Hay mucha gente atiborrándose de ese maná que se expende gratis en los parlamentos, en las manifestaciones, en las tertulias, en las comidas familiares de los domingos. Se lo inyectan en vena sin reparar en los efectos adversos ni las contraindicaciones.
Si no conseguimos parar la enfermedad a tiempo, el día menos pensado descubriremos que Saramago era un visionario, y que la pandemia de ceguera blanca nos ha destruido a todos. Empezando por los que más amábamos. Esta nueva gripe española que estamos ventilando al mundo a través de las agencias internacionales que nos observan sin acabar de comprender tanto odio desmedido, tiene que tener un origen.
Es urgente que desenmascaremos cuanto antes el virus mutante y los factores exógenos que ayudan a propagarlo. No podemos cometer los mismos errores que nos llevaron en un pasado reciente a odiar tanto a nuestros vecinos que ni siquiera sintamos remordimiento por tantos cadáveres disolviéndose en las cunetas o en fosas comunes donde el único carné de identidad es un tiro de gracia en la nuca. Perdonen ustedes mi hipocondría, pero estos días me asusta enchufar la televisión, conectarme a las redes y salir a la calle sin mascarilla.
Una nunca sabe dónde se puede topar con enfermos de odio. Y lo peor de todo es que el diálogo preventivo ya no lo recetan por la seguridad social y se están acabando las existencias en las farmacias. Empiezo a no distinguir entre la gente mala y la mala gente.