Vuelve el “Otoño alemán”. El periodista sueco Stig Dagerman recorrió Alemania en 1946 y retrató como nadie la geografía humana de la humillación, la desolación de un país derrotado que se negaba a mirar a su alrededor para evitar encontrarse consigo mismo. Contaba Dagerman que en un tren atestado de alemanes, se podía reconocer a los extranjeros porque eran los que miraban hacia afuera para ver “el campo de ruinas más horrible de Europa”. Eran los únicos que se atrevían a mirar a través de las ventanillas del tren. Los autóctonos bajaban la mirada en un gesto de autodefensa personal y nacional. Esta técnica del avestruz es una práctica muy común para borrar lo imborrable. Lo hicieron los franceses para pasar de puntillas sobre su pasado colaboracionista con el régimen nazi de Vichy. Asumir los errores propios no suele figurar en las agendas públicas. Las verdades históricas que nos avergüenzan las eliminamos de los libros de texto. Las prohibimos en los cines cuando no nos gusta el argumento. Kubrick no vio estrenar su obra maestra “Senderos de Gloria” en Francia hasta 1974. En España, esta crítica antimilitarista corrosiva que recrea hechos auténticos que sucedieron en la I Guerra Mundial no pasó la censura hasta 1986. La verdad de nuestra guerra civil y nuestra postguerra nos la han tenido que contar desde fuera los historiadores que se atrevían a hablar sin miedo. Ahora es Polonia quien trampea su propia historia y convierte en delito mirar a través de las ventanillas de los trenes de su pasado.
El gobierno ultraconservador polaco ha aprobado una ley que penaliza hasta con tres años de cárcel cualquier referencia a los “campos de exterminio polacos” durante la invasión nazi o a la responsabilidad de Polonia en el Holocausto. Ignoro de qué se quieren proteger. Nadie duda de quiénes utilizaron el territorio polaco para llevar a cabo su “solución final” para millones de judíos. Entre la población, como en otros muchos países invadidos, hubo de todo. Estaban los que se jugaron la vida por defender la de su vecino, sin importarles a qué Dios rezaba, y los que se aprovecharon del río revuelto colaborando con los que mataban para ganar privilegios o enriquecerse con bienes ajenos. La existencia de esta maldad histórica es tan cierta como la bondad y la honestidad de millones de polacos que también fueron víctimas del horror nazi. Ocultar las miserias es una tentación en la que suelen caer los poderosos, los que quieren tergiversar el relato real con la imposición de otro relato oficial más acorde con los intereses políticos del momento. Sin embargo, al gobierno de Andrzej Duda le preocupa más lo que digan los medios de comunicación y las redes sociales que lo que escriban los historiadores. El objetivo no es hacer una revisión histórica, que en estos momentos ya es irreversible, sino ocultar algunos temas incómodos para el poder.
En Polonia crean leyes ad hoc y en España las retuercen para desactivar la memoria histórica y condenar al ostracismo a los que se expresan en subjuntivo político. La verdad no se puede negar pero se puede ocultar. Bastan unas cuantas banderas, un coro de grillos bien entrenado, cuatro consignas virales y una epidemia de miopía social. Nosotros, como aquellos alemanes del otoño de 1946, aprendimos hace tiempo a viajar en trenes ciegos donde no conviene mirar por las ventanillas. Ni debajo de las alfombras. @layoyoba