La vida es una sucesión de pequeños retos. Algunos de ellos, vistos a través del retrovisor de los años, nos parecen insignificantes. Pero entonces, cuando los superamos, nos hicieron sentir como auténticas heroínas capaces de vencer todos los obstáculos que se nos pusieran por delante. Si aún los recordamos es porque en su momento fueron hitos adaptados a nuestra estatura, al peso de nuestros conocimientos y acorde a las experiencias acumuladas.
Servidora tardó años en aprender a hinchar una bomba de chicle. Los mejores eran los bazoka de fresa que guardaba de una tarde para otra en una caja metálica para continuar masticándolo después de las meriendas. Otro de los retos de la misma época fue conseguir encender una cerilla sin quemarme los dedos. Creí que nunca lo conseguiría del pavor que me provocaba el riesgo. Había que ser muy rápida para frotar la cabeza del fósforo sobre el lateral de lija de la cajetilla y retirar los dedos antes de que prendiera. La sensación de dominar el fuego fue una entrada triunfal en el mundo de los adultos. Igual que tragarse las pastillas con un simple vaso de agua. Ese fue de los peores. Debí ser de las pocas niñas que prefería las inyecciones a esas píldoras indoloras que se negaban a transitar garganta abajo sin provocar arcadas que devolvían el tratamiento a la casilla de salida.
Vencer nuestros miedos y nuestras fobias nos agiganta en cualquier recodo de nuestro calendario vital. Como quitar las ruedas de apoyo de la bicicleta y descubrir que tu padre también te ha soltado de su mano sin que te caigas al suelo. Pedalear sin mirar atrás manteniendo el equilibrio te hace libre. Libre para deambular lejos de la protección paterna. Una experiencia parecida la viví muchos años después cuando me pude mantener con mi primer sueldo y pagar los impuestos como una ciudadana responsable. Pero en ese intervalo ya había superado muchos más retos diminutos. Comerme las lentejas sin rechistar. Incluso aprender a cocinarlas. Atarme los cordones de los zapatos y abrocharme el sujetador en la espalda. Ponerme un tapón sin echar la tarde. Un envite higiénico adolescente que me permitió disfrutar del mar todos los veranos sin guardar el luto menstrual que exigían las compresas de celulosa que se deshacían en el agua. O aprender a dar un beso con lengua sin tener que confesar el pecado en un confesionario. Dar la hora con precisión antes de que existieran los relojes digitales. Saltar el potro sin temor al ridículo porque necesitas un aprobado en gimnasia. Entender tu primera canción en francés “Il y avait un jardin qu'on appelait la terre” de Moustaki. Resolver una ecuación de segundo grado, fumar tragándote el humo “la mujer que sabe fumar echa el humo después de hablar” o salir de una rampa con el coche sin dejarte medio neumático y tres cuartos de vergüenza en el asfalto.
Sin embargo, siempre nos quedan asignaturas pendientes. Entre mis pequeños retos no conseguidos hasta el momento está patinar, cortarme las uñas de la mano derecha, pintarme la raya de los ojos, bucear, tirarme en bomba a la piscina o que mi voto en unas elecciones sirva para que se respete mi voluntad expresada en las urnas. Lo intento una y otra vez sin desfallecer pero si mi pedaleo no consigue alejarme del abismo que presiento, me bajaré de la bicicleta.