Que el extraordinario rescate de Lesly, Soleiny, Tien y Cristin, las tres niñas y el niño indígenas colombianos perdidos durante cuarenta días en la selva, se habría convertido hace unas décadas en una película es evidente. Que ahora se transformará en una película de ficción, al menos un documental y puede que varias series para plataformas audiovisuales ni cotiza en las casas de apuestas. Sin duda, lo merece. Tiene todos los ingredientes para atrapar a cualquier espectador, incluso el que piensa que la historia es milagrosa, cuando lo que exhibe es la capacidad humana de adaptación desde el principio de los tiempos. Lo que nos encaramó al trono del planeta (y lo que nos llevará a destruirlo, aunque esa es otra historia). La mezcla del sapiens atávico, el instintivo, el superviviente, el cazador, el recolector, y el sapiens tecnológico, capaz de encontrar una aguja en un pajar con un simple imán mientras vigila los aires desde un helicóptero. Hasta aquí, todo correcto. Lo que me inquieta es que los protagonistas son menores. Que también existe el sapiens depredador. Y que el Saturno devorando a sus hijos, de Francisco de Goya, es inolvidable.
No dejo de pensar en la película Freaks (La parada de los monstruos) que Tod Browning filmó en 1932. Por si no la han visto, la historia de unos personajes de feria que demuestra que los monstruos siempre están del lado de fuera de los barrotes de las jaulas. Me preocupa la salud de los pequeños uitoto, en primer lugar, aunque parece que evolucionan bien. Pero aún más lo que pasará cuando salgan del ámbito sanitario, cuando queden entrampados y a merced de una disputa familiar por su tutela. Cuando comiencen a rodearlos los carroñeros de mi profesión. Cuando alguien decida sacar tajada del asunto y los pasee de plató en plató sin que ni siquiera Lesly, la mayor, sepa desempeñarse entre la audiencia con la seguridad con la que ha sabido salvar a sus hermanos. Porque, desde que se supo que estaban vivos, me dio la impresión de que no habrían sobrevivido ni tres días, o, al menos, el resultado final no se habría saldado con una simple pero ingente cantidad de picaduras de mosquito, en las calles de cualquier ciudad presuntamente civilizada. “No podemos equivocarnos”, dicen desde la entidad que los custodia actualmente, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. No, por favor, no se equivoquen.
En un caso así, no resulta difícil comprender el cuidado extremo al que hay que someter a las tres niñas y el niño que supieron escapar de una jungla. Son tan indefensos como jugosos para medios y productores. Pero llevo muchos años defendiendo que los programas con menores, generalmente réplicas de exitosas ediciones para adultos, deberían estar prohibidos. En el cine, aunque está más regulado, igual. No soporto verlos cantar, cocinar, desfilar, incluso mostrar sus conocimientos en programas de baja audiencia. Porque conocemos cientos de casos en los que la cosa ha salido mal. Y porque el trabajo infantil está prohibido en la mayoría de los países que los producen. Claro que los niños no deben trabajar en una mina, claro que no deben acarrear sacos de grano, claro que no deben prostituirse ni rebuscar entre los vertederos ni colarse por espacios mínimos para facilitar los robos en inmuebles. Pero tampoco deben alimentar el ego, la frustración o las cuentas corrientes de sus padres, solo porque tengan una voz angelical, gran capacidad para el horneado de berenjenas o se sepan de corrido todas las capitales del planeta. No alimentemos a Saturno. Dejemos que sea Lesly, cuando alcance la mayoría de edad, la que decida si quiere contar su historia o hacer todo lo posible para olvidar las penurias que padecieron durante más de un mes, después de que su madre muriera.