VALÈNCIA. Hay películas que consiguen emocionarte (y eso no es fácil); cuya historia y cuyos personajes consiguen llevarte a lugares profundos. A veces, nos vemos en ellos, en su belleza y en su tragedia, en sus alegrías y penas secretas, y por eso nos conmueven en lo más hondo. Son personajes, son ficción, pero también somos nosotros. Otras películas nos asombran por su ambición, por lo extraordinario de su puesta en escena, de sus vestidos, de sus espacios, de sus efectos, porque parecen acercarse de forma admirable a lo que sus creadores se propusieron. Otras nos remueven o nos perturban (que a menudo son las dos caras de la misma moneda) porque hay imágenes de ellas que se quedan con nosotros, que nos persiguen tiempo después de la proyección, las seguimos viendo fuera de la pantalla, cuando llegamos a casa, estando solos o acompañados, nos acechan por la noche. Y eso es sin duda un logro de sus creadores; no es fácil que en estos tiempos tan efímeros y de oferta audiovisual constante las cosas perduren demasiado; lo normal es que todo pase y poco quede, pero, a veces, esto también es una putada para nosotros.
Esto es lo que me sucedió con Longlegs, la nueva película de Oz Perkins (Gretel y Hensel, La enviada del mal o Soy la bonita criatura que vive en esta casa), donde el cineasta estadounidense (actor, guionista y director) vuelve adentrase en el terror mezclándolo con el thriller psicológico y el policíaco. Como ya dijo la periodista y crítica de cine Desirée de Fez en su libro Reina del grito, una de las mejores cosas del género de terror (si no, la más extraordinaria) es su lado más emocional, su intensidad, su inclinación a lo inesperado, cómo apela a esa parte más visceral e irracional que hay en nosotros. El terror nos invita a observar los miedos desde fuera e interpretarlos, ahí también su emoción.
Estrenada previamente en Estados Unidos, donde se ha convertido en la gran revelación del cine de terror independiente, todo un fenómeno de taquilla (el mejor estreno de la productora Neon hasta la fecha) que ha llegado a compararse con la revolución que supuso el estreno de El proyecto de la bruja de Blair, de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, hace 25 años, la película de Perkins cuenta cómo la agente del FBI Lee Harker es asignada a un caso sin resolver de un asesino en serie. A medida que la investigación se complica y se revelan pruebas ocultas, la agente descubre que existe una conexión personal con el asesino y debe actuar antes de que ataque de nuevo.
Protagonizada por Maika Monroe (muy acertada en la contención y la oscuridad que confiere a su personaje de agente críptica y atormentada) y Nicolas Cage (cuyo papel exagerado -como acostumbran a ser las interpretaciones del actor- de malo malísimo a menudo provoca un efecto más cómico que otra cosa), más allá del thriller policíaco, cuyos giros se enredan en una trama que no acaba de funcionar del todo y finalmente demasiado sobre explicada y forzada, y de sus secuencias explícitamente más violentas o “gore”, lo mejor de la película reside en la capacidad de su director y del equipo artístico y de fotografía de crear una atmósfera enfermiza, turbadora y amenazante prácticamente desde el inicio (con imágenes y escenarios que recuerdan a cierto imaginario de Twin Peaks).
Perkins utiliza elementos clásicos del cine de terror (las muñecas con aspecto aniñado y a la vez diabólico) muy efectivos para crear esas imágenes más aterradoras y capaces de perdurar en la memoria de los espectadores. Con ello, también resulta turbador cómo a través de esas imágenes la película habla y se cuestiona acerca del origen y el sentido del mal, cómo llegamos a convertirnos en las personas que somos, por qué actuamos como actuamos, qué y quién hay detrás de la oscuridad que nos rodea, cómo afrontamos y vivimos con esa oscuridad.
Longlegs es una película inmersiva, capaz de adentrarnos en su atmósfera malsana y hacernos creer todo cuanto ocurre en ella, que por un tiempo nos entreguemos al ejercicio de abstracción que nos propone. Una película errática, que, si bien no es redonda (lo cual no suele ser demasiado importante), logra una de las grandes virtudes del cine terror: crear esas imágenes perturbadoras, oscuras, que nos aterran en lo más hondo, y que nos siguen acompañando tiempo después de la proyección.