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TRIBUNA LIBRE / OPINIÓN

Ley de Memoria Democrática o cómo reescribir la Historia

Foto: ALEJANDRO MARTÍNEZ VÉLEZ/EP

“‘Quien controla el pasado –decía la consigna del Partido– controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado […] Lo llamaban ‘control de la realidad’ y, en nuevalengua, ‘doblepiensa’”. George Orwell, 1984.

7/04/2024 - 

En su obra ¿Qué es la literatura?, Sartre señala que el escritor no puede quedarse al margen de los acontecimientos, por la sencilla razón que “está marcado, comprometido hasta su retiro más recóndito”. Lo está porque “cada palabra suya repercute. Y cada silencio también”. A esta verdad nos acogemos. No guardaremos silencio, nunca lo hemos hecho, porque somos conscientes de que todo escritor sabe que tiene una obligación moral consigo mismo, pero también con la sociedad. Este deber conlleva una dificultad: que el mensaje llegue al alma de quien lo lee, máxime cuando lo que se desea comunicar atiende a ese espíritu de reconciliación y concordia sin el cual ninguna nación puede subsistir.

“La verdad es dura”, escribe Nietzsche. Es cierto. Pero la verdad, la nuestra, se ha de esgrimir. Afortunadamente, en esta lucha contra la LMD no estamos solos. En su obra La experiencia totalitaria, Teodorov afirma que los regímenes totalitarios del siglo XX revelaron la existencia de un peligro hasta entonces insospechado: la manipulación completa de la memoria, a la que se llega, como hace la LMD, cuando se identifica memoria con Historia sin comprender que “No es lo mismo tener memoria que tener historia”, razón por la que el historiador Santos Juliá señalaba: “Nunca podrá haber una memoria histórica, a no ser que se imponga desde el poder. Y por eso es absurda y contradictoria la idea misma de una Ley de memoria histórica”, porque “Imponer ‘una’ memoria colectiva o histórica es propio de regímenes autoritarios o de utopías totalitarias”. Para los incrédulos les recordaré que Santos Juliá fue uno de los historiadores de cabecera de El País, otrora independiente de la mañana. Hoy, como sabemos, solo lo es de la mañana.

No albergo ninguna duda de que mis palabras sufrirán el reproche de una parte no pequeña del ámbito académico y del arco mediático. Pero no estamos solos. Frente al dogma dominante, la claridad de las palabras de un viejo y honesto socialista, Paco Vázquez, nos reconfortan: “la Ley de la Memoria histórica es una obra del totalitarismo exacerbado”. ¿Lo es? Dejo que la voz autorizada del filósofo más agudo de los últimos cincuenta años salga a nuestro encuentro. Gustavo Bueno no duda en afirmar que el concepto de Memoria histórica “es espurio”, porque “la memoria histórica o personal es necesariamente parcial y partidista, porque una persona es sólo una parte de la historia. Y la biografía es importante para la historia en la medida en que ella es una reliquia, una parte más a interpretar”.

Frente al criterio que exponemos, LMD fija su objeto y finalidad en su art. 1: “la recuperación, salvaguarda y difusión de la memoria democrática, entendida ésta como conocimiento de la reivindicación y defensa de los valores democráticos y los derechos y libertades fundamentales a lo largo de la historia contemporánea de España”. Una salvaguarda que lleva a declarar nulos todos los procedimientos y pronunciamientos judiciales dictados durante la Guerra Civil y el franquismo, o lo que es lo mismo: el fin del principio que sostiene que la cosa juzgada se considera verdad. Vamos, que se carga de un plumazo uno de los sillares del derecho y del Estado de derecho. ¡Con un par!

George Orwell. Foto: BBC/ARCHIVO vía EUROPA PRESS

Al hilo de estas reflexiones, propias de la “fachosfera”, me pregunto: ¿qué memoria es la que determina quién fue demócrata durante la guerra civil? ¿Lo fue la II República, a la que Ortega y Gasset dedicó su famoso artículo ¡No es esto, no es esto!? ¿Se equivocó cuando dejó por escrito que “La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo”? Las voces George Orwell y de Manuel Chaves Nogales salen a nuestro encuentro. En Homenaje a Cataluña, Orwell dejó escrito: “Los comentarios periodísticos acerca de ‘una guerra librada en defensa de la democracia’ eran mero engaño. Ninguna persona sensata podía suponer que hubiera alguna esperanza en la democracia”. Esta verdad le llevó a sostener: “El pecado de casi todos los izquierdistas de 1933 en adelante es que han pretendido ser antifascistas sin ser antitotalitarios”. Por su parte, Chaves Nogales describe idéntica realidad en A sangre y fuego: “Murió batiéndose heroicamente por una causa que no era la suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese”. Ambos combatieron en defensa de la República durante la Guerra Civil española. Ambos están excluidos de la memoria oficial por los heraldos de la verdad gubernamental. A ambos les leo con fervor.

Con la ideología el engaño siempre está presente. Si leemos el Título preliminar, y no quedamos ahí, pudiera parecer que la Ley incluye a todas las víctimas de la Guerra Civil y de la represión posterior, lo que sería de desear. Pero presentimos el engaño. Seguimos leyendo, y comprendemos que el pronóstico no era erróneo. El texto revela todas sus cartas, y estas, cómo no, están marcadas: solo se limita a mencionar el “golpe de Estado del 18 de julio”, sin la menor referencia a las decenas de miles de víctimas causadas por los republicanos, entre ellas intelectuales de la talla de Ramiro de Maeztu o Pedro Muñoz Seca. Ninguna merece reparación. Solo olvido y desprecio. No para nosotros. Su muerte nos duele lo mismo que la de García Lorca. Lo mismo.

Seguimos leyendo el texto. Sin un ápice de asombro comprobamos que la distopía está presente a lo largo y ancho de la LDM. En su articulado, al dictaminar que el denominado bando nacional fue el único culpable de la contienda, se recogen multas de entre 10.000 y 150.000 euros para las infracciones muy graves. Entre estas se hallan: “las convocatorias de actos, campañas o publicidad que […] inciten a la exaltación de la sublevación militar, la guerra o la Dictadura y de sus dirigentes”. Qué pena que estas sanciones no se den contra quienes exaltan a los miembros de ETA. Todo lo contrario: se autorizan sus homenajes en virtud de la laxa libertad de expresión. La ignominia queda. También la deslealtad hacia sus víctimas. Estas no gozan del amparo legal. Su sufrimiento no merece una línea. Los socios del gobierno lo impiden. Arendt lo llamó la banalidad del mal. Ese mal consiste en reverenciar al verdugo, hasta el punto de compartir mesa y mantel en una entrañable cena de Navidad entre la socialista Idoia Mendía y ese entrañable Boy Scout llamado Otegui. ¡Qué lejos quedan las palabras de Javier Rojo, diputado en el Parlamento Vasco por el PSOE en 2001!: “Hoy Otegui y lo que representa está más cerca de lo que representaba el fascismo en la Alemania de Hitler, que asesinaban a los judíos sin preguntarles si eran de izquierdas o de derechas. Lo mismo que ocurre en Euskadi: asesinan a ciudadanos del PP o del PSOE solamente por nuestra condición de españoles”. 

Arnaldo Otegui. Foto: EDUARDO SANZ/EP

Sé que me muevo en arenas movedizas. Sé que escribir este artículo no es políticamente correcto. Sé que no me va a granjear el beneplácito de la comunidad académica. Sé que más de un colega discrepará abiertamente de mi postura. Están en su derecho. El mío consiste en pensar en libertad y en escribir con honestidad. Diré más: mi deber como profesor universitario me obliga, en conciencia, a no caer en esa estéril y funesta equidistancia, pero, sobre todo, en no aceptar que los recodos más recónditos de mi ser puedan verse colonizados por pensamientos, doctrinas o leyes que no comparto, porque una cosa es acatar y aplicar la ley, y otra, muy distinta, es aceptarla sumisamente, sin discrepancia alguna.

Me niego aceptarla porque la Historia es una Ciencia que se estudia, se analiza, se medita, se escribe y se deja abierta a otras posturas y a otros análisis. Me niego porque la Historia ni es ni será democrática, como tampoco lo es la memoria, por mucho que se empeñe en decir lo contrario una ley tan ideológica como perversa. Me niego porque si la ley pretende alcanzar la verdad, como declaró la vicepresidenta Carmen Calvo en su presentación (¡qué gran currículum el suyo!), pido que la busquen los historiadores, pero no un gobierno que niega que pudiera haber víctimas que no fueran del bando republicano, que no democrático. Me niego a que la maldita cultura de la cancelación entre en la Historia y en las aulas universitarias, sembrando de lodo y marginación todo lo que toca. Me niego porque no ignoro que esta ley deja al margen las víctimas republicanas que con tanta amabilidad fueron asesinaron por los camaradas del partido Comunista durante la Guerra Civil. Así ocurrió a no pocos miembros del POUM, encarcelados en masa, o los anarquistas como Andrés Nin, secuestrado y vilmente torturado cerca de Alcalá de Henares (recomiendo la película Tierra y libertad, de Ken Loach. Tranquilos, él no pertenece a la fachosfera). Me niego porque se debe denunciar este particular daltonismo de una la ley incapaz de recoger el genocidio que se cometió contra todo aquél que “oliera a cera” (entre siete y ocho mil curas, monjas y religiosos, muchos de ellos novicios). Me niego porque no acepto una Historia censurada. Me niego porque no me posiciono genuflexo ante los desvaríos de un gobierno sectario. Me niego porque en esa cruenta guerra civil en el sufrimiento estuvieron todos. Todos, sin exclusión.

Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho romano

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