Olvídense de Marty McFly y su máquina para viajar en el tiempo. La manera más rápida para trasladarse a otras dimensiones temporales es la música. Un recurso sonoro, prolíficamente utilizado por los medios audiovisuales, que traspasa fronteras y relojes sin moverte ni un milímetro. Apenas se requieren unos acordes para revivir escenas de cualquier tiempo pasado, para alborotar emociones que salen a flote sin pedirte permiso. Incluso a traición. Cada momento de nuestras vidas aparece asociado a una melodía o a varias. A mí me pasa. Es oler la pólvora de les Fogueres y ya comienzo a canturrear Gimme Hope Jo'anna un himno reggae contra el apartheid que popularizara Eddie Grant en 1988. Entre Soweto y la Plaza de los Luceros apenas hay una canción. La única asociación posible radica en algún secreto lugar de mi cerebro. Es la música que desprendían las calles de Alicante el año que conocí les fogueres. Un ritmo caribeño que impregnó para siempre mi memoria de ninots, mascletades y noches tórridas de abanicos y besos.
Qué descubrimiento, toda la ciudad reventada de verbenas. Podías cruzar Alicante bailando sin parar de racó en racó, de barraca en barraca, como alma que lleva San Vito. Esos fueron los años de esplendor de la difunta Barraca Popular, un espacio municipal altamente recuperable, que se convirtió en el centro neurálgico de la fiesta. “Rufino, me lleva a comer langostino…”, se desgañitaba Luz Casal. Por allí, por la Popular, pasaba gente de todo pelaje: artistas de moda, adolescentes fugados de los controles parentales, transeúntes que no sabían dónde poner el huevo, bailones de asfalto, buscadores de rollos al por menor o tribus urbanas que bajaban de los barrios en desbandada. “Marta tiene un marcapasos…”, Los Hombres G defendieron a capa y espada su puesto de privilegio en los top de muchos veranos… El reservado era el hábitat natural de políticos, periodistas, empresarios, gorrones y otra gente de mal vivir que alternaban bailoteos y confidencias off de récord de las que luego se nutrirían las escuálidas agendas mediáticas estivales. Luego, el ayuntamiento delegó sus funciones en “botellones populares” patrocinados por diarios y emisoras de radio y desapareció ese componente multigeneracional de la barraca municipal.
En otros tiempos, Rosita Amores o el Titi calentaban los escenarios con su desparpajo verbal, pero en los años noventa ya no estaban para bolos. Sin embargo aún se podían ver y escuchar orquestas de nombres exóticos, vocalistas vestidas de oropel y transparencias, bailarinas uniformadas con minifaldas multicolores y algún guitarrista desmelenado sobre los escenarios de las barracas más rumbosas. Una de las que hacía furor entre la juventud “alternativa” de la época, era La ovejita paranoica, un “rebaño músico-vocal” de la terreta que lo mismo se atrevía con “La manta al coll i el cabasset”, “ La Explanada es un sitio fantástico…”, la Ligia Elena que se fugó con un trompetista de la vecindad, la “orxatera valenciana” o con el Pedro Navaja a quien la vida le daba sorpresas. La paranoia de la ovejita estaba amenizada por Nico Beltrán, Patri y Eva, entre otros, y tenían una legión de incondicionales que le seguían la marcha allá donde fueran.
Más recientemente, la banda sonora de les fogueres ha sucumbido a los karaokes y las discos móviles, mucho más baratas y que no necesitan hacer descansos. Son noches de “La Macarena”, “Que la detengan, que es una mentirosa…”, “Aserejé de je…”, “Tengo un tractor amarillo…” y tantas otras canciones de usar y tirar, como la “Mayonesa…” que marcan el inicio de nuestros veranos; los pasodobles y la salsa se han reconvertido en reguetón. Y ya no se baila, se “perrea”. A ver cuál es la sintonía de este año, aunque todo apunta a “Despasito…”. Menos mal que siempre nos quedará Paquito, el chocolatero.
@layoyoba