El pasado fin de semana, en la tercera jornada de la temporada futbolera, se produjeron varios altercados de seguidores del Sevilla, Racing y Oviedo, incluida una batalla campal con mesas y sillas por los aires al estilo de las que suelen protagonizar los hooligans, algo inusual en el arranque de la Liga, cuando los aficionados afrontamos la temporada con ilusión y no ha habido tiempo para la frustración. Alguien en la radio –lamento no recordar quién ni en qué emisora, estaba puesta de fondo– se preguntó si lo que estábamos viendo no sería la frustración de la calle trasladada al mundo del fútbol, como ha ocurrido otras veces en la historia reciente.
El presidente de LaLiga, Javier Tebas, ha hecho muchas cosas mal pero hay que reconocerle un logro en el que pocos creían. En 2014 anunció: "Vamos a eliminar a todos los ultras del fútbol, a los que agreden, a los que insultan, a los que menosprecian y a los que no toleran", y citó expresamente a los Ultra Sur, el Frente Atlético y los Boixos Nois. No pocos equipos de Primera tenían entre sus mayores animadores a grupos violentos, generalmente filonazis aunque también los había de extrema izquierda e independentistas, que utilizaban la pasión por unos colores para conseguir adeptos jóvenes. "Vamos a por ellos", dijo Tebas, para a continuación señalar que empezaría por prohibir los insultos en los estadios, "porque la violencia verbal suele preceder a la física", lo que desató la hilaridad del mundo del fútbol y todo tipo de burlas e insultos en las redes.
¿Acabar con los insultos en los estadios de fútbol? Resultaba utópico para quien, como el autor de esta columna, creció en los años ochenta asistiendo a estadios con la afición enjaulada tras unas vallas metálicas en unas gradas donde buena parte de la animación consistía en arremeter contra el contrario y donde la masa coreaba insultos de todo tipo: homófobos, racistas, políticos –en Mestalla, durante muchos años, sonó el "puta Barça, puta Catalunya", aunque el rival fuera el Valladolid–, o el más habitual: "¡hijooo de pu-ta!", acompañado de palmas.
Pero Tebas, con la ayuda de los clubes y los cuerpos policiales, lo logró. Los grupos ultras fueron expulsados de los estadios –algunos sobreviven y viajan a los partidos sin entrada para mantener la violencia en la calle–, se prohibió el alcohol, se pacificó la grada, las finales de Copa se convirtieron en una fiesta en lugar de en una guerra –mérito, en este caso, de la Federación– y hoy los insultos en los campos de fútbol son esporádicos. Existen, claro, pero se denuncian y se castigan. Una persona que asista a un partido después de diez años sin haber pisado un estadio se sorprenderá de cómo ha cambiado el cuento, a mejor. Ya ni se fuma.
No obstante, el propio Tebas ya advirtió en 2021 de un preocupante repunte de los insultos, que –él no lo dijo– quizá tuvo su origen en la ansiedad causada por la pandemia. De ahí que no sea descabellado pensar que el estrés que está provocando en muchas familias la situación económica empiece a canalizarse no solo en movilizaciones en la calle sino allí donde durante mucho tiempo la gente daba rienda suelta a sus frustraciones. El caldo de cultivo ideal para la ultraderecha.
A Pedro Sánchez le preocupa lo que ocurra en los estadios o en la calle en la medida en que puede hacerle perder las próximas elecciones. Ha tardado en darse cuenta de que había una realidad ignorada en los hogares empobrecidos por la inflación, quizás porque él no va al supermercado y la ministra de Hacienda tampoco. Se lo venían advirtiendo todos los partidos menos el suyo, incluso sus socios de Gobierno, pero debió pensar que era una conspiración y en lugar de negociar soluciones que aliviasen los gastos de los hogares se dedicó a poner parches vía real decreto, sin diálogo, tarde, racaneando, a veces con medidas que poco antes había tildado de "cosméticas" solo porque las proponía la oposición.
La última ha sido esta semana, cuando dejó en ridículo al coro de ministros que se turnaba para descalificar a Núnez Feijóo y anunció una medida que pocas horas antes había sido rechazada por varios ministros, entre ellos el de Presidencia, Félix Bolaños, en respuesta a la propuesta reiterada –ya la hizo en marzo– del jefe de la oposición. Sánchez se avino a aliviar la factura del gas a los hogares españoles mediante la rebaja del IVA del 21 al 5 por ciento, como ya hizo con la de la luz, también tras negarse durante meses por ser una medida cosmética.
María Jesús Montero cifró en unos 190 millones de euros el dinero que el Estado dejará de recaudar con esta rebaja, pero no especificó cuánto ha recaudado de más gracias al aumento del precio del gas. Es lo que tiene la inflación, que parte de la subida de precios que sufrimos son impuestos. Imagino que el coro que acompañó la crítica gubernamental a Feijóo por proponer esta medida "cosmética" estará ahora cargando contra Sánchez por alinearse con la derecha. Hay quienes dicen que la rebaja del IVA no es progresista porque afecta por igual a ricos que a pobres, pero es el IVA lo que no es progresista.
El caso es que, por fin, Sánchez se ha dado cuenta de que esa "clase media trabajadora" a la que se dirige constantemente buscando su voto las está pasando canutas con la inflación, y eso no se resuelve con palos de ciego. De ahí que no solo haya tomado medidas que alivian el gasto de las familias, como la acertada subvención del transporte público –por cierto, los buses urbanos de València, Alicante y Castelló se han quedado en la rebaja del 30% subvencionado por el Gobierno, al contrario que otras ciudades que lo han aumentado al 50%–, sino que ha decidido pedir ideas a las Comunidades Autónomas y reunirse con los grupos parlamentarios. Nadie dijo que esto fuera fácil, pero sin diálogo y a base de reales decretos parece aún más difícil. Además, ha iniciado una campaña titulada "Gobierno de la gente", que se le volverá en contra si gobierna al margen de la gente.
El empobrecimiento de la clase media viene ocurriendo desde hace tiempo y se ha acelerado en el último año. La receta tradicional contra la inflación, no hacer nada y esperar que la gente se apriete el cinturón y deje de comprar, ha resultado contraproducente porque buena parte de la inflación de 2022 viene por el aumento de costes derivado de la guerra de Ucrania, no porque la gente esté consumiendo desaforadamente.
Las previsiones de reducción de la inflación en las que confiaba el Gobierno no se han cumplido y cuando el IPC baje a final de año será porque nos comparamos con doce meses antes, cuando ya estábamos en plena escalada. Bajará la inflación y el Gobierno lo celebrará, pero no bajarán los precios.
Y si no bajan los precios la gente seguirá descontenta porque los salarios no van a subir ni de lejos lo que sube el coste de la vida, a lo que hay que sumar la subida de las hipotecas. Los sueldos no van a cubrir estas subidas porque el resultado sería más inflación y hay que salir de ese círculo. Por eso se habla de un pacto de rentas como el alcanzado en la Transición.
El Gobierno pide el pacto de rentas entre patronal y sindicatos, como si no fuera con él, pero sí va con él. En primer lugar, debe fijar la subida salarial de los funcionarios y empleados públicos en 2023, que puede servir de referencia para el sector privado, y en segundo lugar, no debe aprovecharse de la subida salarial para cobrar más impuestos a "la clase media trabajadora" que ha perdido poder adquisitivo, que es lo que pasará si Montero sigue negándose a actualizar la tarifa del IRPF. Porque si los salarios van a subir solo la mitad de lo que suben los precios, está muy feo que el "Gobierno de la gente" se lleve una parte de esa subida cobrándole a la gente más IRPF.
Lo mismo con el SMI. Está muy bien subir el salario a los que menos ganan, pero si Hacienda no sube el mínimo exento para hacer la declaración de la renta, más de un trabajador con dos empleadores va a estar obligado a hacerla por primera vez en su vida a pesar de haber perdido poder adquisitivo. Y eso es cabrear al personal sin ninguna necesidad.