VALÈNCIA. Llegó la segunda temporada de Euphoria y arrasó. Ha sido la segunda serie más vista de HBO desde 2004 (tras la imbatible Juego de Tronos) y el programa más tuiteado de la última década, con 34 millones de menciones solo en Estados Unidos, lo que significa un aumento del 51% en comparación con la primera entrega. Un auténtico fenómeno. No cabe duda de que la emisión de un capítulo semanal favorece esta expansión y ha generado una conversación constante y creciente. Entrar los lunes a twitter sin haber visto el capítulo y evitar el espóiler era un ejercicio de funambulismo.
La expectativa era altísima, teniendo en cuenta que han pasado dos años y medio desde el final de la primera y que nos regalaron un aperitivo la mar de apetecible con los dos episodios especiales de la última Navidad, tan inesperados en contenido y forma. Podríamos decir que, por una parte, la serie no ha defraudado y ha llevado mucho más allá algunas de las cosas que nos atraparon en su estreno, como la estética y la libertad narrativa. Pero, por otra, se ha dejado algunas cosas interesantes en el camino y ha perdido fluidez, ofreciendo una temporada ciertamente desigual.
El inicio resulta desconcertante, por lo menos para esta cronista. Aunque están varios de sus protagonistas, es como si estuviéramos en otra serie, en concreto, en una de algún discípulo de Tarantino. ¿Esto es Euphoria? ¿No me he equivocado de serie? Los cambios de tono forman parte de su identidad, no hay duda, pero esta temporada es otra cosa. La serie es mucho más histriónica y excesiva; el drama es muy extremado y roza la irrealidad, lo cual no es un problema en sí mismo, es solo una forma de contar una historia, en este caso la de unos adolescentes que viven en una permanente tragedia. Y recordemos que Euphoria, como su creador Sam Levinson ha dicho, no es una serie realista ni pretende serlo.
Pero esta temporada el relato parece estar construido un poco a trompicones, a base de grandes momentos y secuencias impactantes enlazadas con cierta displicencia mediante escenas y transiciones de relleno. Momentazo de Kat “quiérete a ti misma”. Momentazo de Cal cuando deja a su familia. Momentazos de Cassie siendo patética, que tiene varios. La narración está muy fragmentada, ya no es solo que pase de un personaje a otro, sino que incluye continuos saltos temporales y espaciales. La sensación es que cada personaje va por su lado y está en su historia. Aquel bello plano secuencia del episodio de la feria en la primera temporada, que expresaba mediante el movimiento de cámara los vínculos entre todos ellos y el hecho de que sus historias y sus vidas estaban todas conectados, en esta temporada no tendría razón de ser.
Tenemos por un lado la historia de Rue y las drogas, tema este, el de las drogas, que ha adquirido muchísima importancia y cuyo tratamiento es muy interesante. Del mismo modo que las drogas han invadido la vida y la mente de Rue, su relación con ellas se ha convertido en su única trama, con toda lógica narrativa y emocional. El problema es que esto se ha llevado por delante a Jules, un personaje precioso y luminoso, con muchísimo recorrido en la primera temporada, que no tiene prácticamente argumento y solo existe en función de Rue: no saben qué hacer con ella.
Y no hablemos de Kat, que no es que esté casi desaparecida, salvo el momentazo indicado y esa absurda conversación cuando intenta romper con su novio (“tengo una enfermedad y me voy a morir, por eso tenemos que dejarlo”, ¿en serio, guionistas?), es que es un personaje más bien traicionado e irreconocible, sin entidad propia. Por el contrario, todo el protagonismo se lo ha llevado Cassie y su muy tóxica relación con el muy tóxico Nate. Cassie es un personaje extremadamente dramático, siempre en el límite y, a ratos, siento decirlo, insufrible. La serie vuelve a ella una y otra vez, a una Cassie llorosa y temblorosa, completamente irracional y más bien incomprensible en su tragedia. Reconozco que no la entiendo y creo que su comportamiento no es explicable solo por la relación con Nate, por muy cabrón que este sea. Y si esa es la intención, esa historia no está bien contada.
Ya que estamos en esto, habría mucho que hablar de la imposibilidad de la mayoría de las mujeres de la serie de vivir una relación no tóxica: Cassie, Maddy, su madre alcoholizada por culpa del marido ausente, la esposa de Cal, Kat rompiendo con su novio porque es un buen tipo y soñando con un macho alfa dominante, Jules liándose con señores mayores, Lexi ligando con un narcotraficante. ¿De dónde sale todo esto? ¿Por qué están construidos así los personajes femeninos? ¿Los creadores no pueden concebir otra manera de ser mujer? Si esta es la forma de poner sobre la mesa algunas de las opresiones que sufren las mujeres, igual hay que darle alguna vuelta.
Otro de los elementos que quitan fluidez al relato es la repetición. No es solo lo de Cassie que acabamos de comentar. ¿Cuántas veces hace falta ver el funeral del padre de Rue? De verdad que lo hemos entendido hace rato. A poco que se analice, se hace patente que la temporada tiene poca trama y poco contenido. Todo está muy estirado. Es ese relleno del que hablaba antes. La serie, desde su origen, juega la baza estética a fondo y se recrea en imágenes y montajes muy elaborados y sofisticados, siendo este uno de los aspectos que más nos atrapó en su momento porque había una total congruencia entre forma y fondo: esa forma de contar encajaba perfectamente con el mundo del relato.
Pero ahora eso se ha desequilibrado y la forma está muy por encima del contenido. El aspecto formal parece obedecer más al capricho que no a una exigencia estética y narrativa. Y esto es más notorio conforme llegamos al final. Los dos últimos episodios, brillantísimos desde el punto de vista estético y de construcción formal, con esa comparación entre la representación teatral y la vida, son muy endebles narrativamente hablando. Creo que las palabras que definirían esta segunda temporada son manierista y autocomplaciente. Eso sí, los momentazos perdurarán, y seguiremos amando a Rue y a Jules, solo espero que nos las cuiden un poco más en la tercera temporada.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame
Netflix ya parece una charcutería-carnicería de galería de alimentación de barrio de los 80 con la cantidad de contenidos que tiene dedicados a sucesos, pero si lo ponen es porque lo demanda en público. Y en ocasiones merece la pena. La segunda entrega de los monstruos de Ryan Murphy muestra las diferentes versiones que hay sobre lo sucedido en una narrativa original, aunque va perdiendo el interés en los últimos capítulos