Los golpes de estado ya no son lo que eran. Casi se empieza a echar de menos la “valentía” de esos golpistas que actuaban a cara descubierta, empuñando fusiles o patrullando países subidos en sus tanques como si celebraran la victoria en la Champions. Destituir por la fuerza los poderes legitimados por los pueblos en las urnas siempre es, como poco, un delito reconocido por todas las democracias del mundo. Pero hacerlo a través de subterfugios, estrategias y camarillas internacionales conchabadas para desinformar y hacernos comulgar con ruedas de molino debe de ser, además, pecado mortal.
Reconozco mi incompetencia para analizar con solvencia qué está pasado en Venezuela, no como muchos otros charlatanes profesionales que vociferan en los espacios públicos para vendernos un peine y una Constitución en el mismo kit y por el mismo precio. Sin embargo, creo que mantengo intacto mi sentido común para discernir el trigo de la paja. También entono el “mea culpa” por pensar en alguna ocasión que Brennan está cargado de razón cuando defiende que el sufragio universal es una temeridad y que solo debería votar la ciudadanía ilustrada. Sobre todo después del éxito de los Trump, Bolsonaros y otros especímenes similares. Lo pienso pero me autocensuro. Incluso me autoflagelo por esos ataques de epistocracia repentinos cuando el resultado de unas elecciones no coincide con mi voluntad política. Pero jamás justificaría la fuerza, en cualquiera de sus modalidades, para torcer la decisión de un pueblo expresada libremente en las urnas por mucho que me fastidie.
Es tanta la desinformación sobre Venezuela desde que Chávez y Maduro tomaron las riendas del país sin el beneplácito de los dueños del cortijo americano, que no tengo más remedio que ponerlo todo en tela de juicio. Reconocer al autoproclamado Juan Guaidó como presidente de Venezuela solo porque no nos gustan las políticas bolivarianas y por las algaradas callejeras que se suceden día sí y día también es exactamente lo mismo que avalar el golpe de estado de Franco porque al gobierno legítimo de la República de España se le desmandaban propios y ajenos. Igual que aceptar de buen grado el golpe de estado del gobierno argelino que suspendió la segunda vuelta de las elecciones en 1991 cuando estaba a punto de ganarlas el FIS. No importa que eso provocara una guerra civil con casi 200.000 muertos. O cuando en Egipto derrocaron por la fuerza al presidente Morsi y suspendieron la Constitución mientras el mundo miraba impasible las exequias de la primavera árabe. Entre golpes y autogolpes, los índices de moralidad andaban ya por los suelos mucho antes de que F.D. Roosevelt confesara en público que el hijo de puta de Somoza era “su hijo de puta” y sentara cátedra. Ya se sabe que a los hijos se les perdona todo y si no, para eso está la quinta enmienda.
Creo que lo que está ocurriendo en Venezuela no es más que otra operación de limpieza del patio trasero de Estados Unidos, mucho más sibilina que la que se hizo para colocar a sus amigos en América Latina durante las décadas de los 70 y 80. Los gobiernos progresistas estaban recuperando el aliento después de muchas fatigas. Era necesario atajar la rebelión en la granja del sur. China les come el terreno en África pero en América no lo pueden permitir. Y en primera línea de fuego, la quinta columna mediática allana el camino. Solo hay que leer los editoriales de Norit el borreguito. O peor aún, el silencio vergonzante y la equidistancia de Europa. @layoyoba