Nunca pensé que las cabinas telefónicas desaparecieran de nuestras calles antes que las cruces de los caídos por Dios y por España, pero así será. A partir del próximo uno de enero, Telefónica comenzará a retirar las 16.000 cabinas que aún resisten por las esquinas como abanderadas de la modernidad que fueron en su día. Ya no son rentables en un país en el que hay 53 millones de líneas telefónicas contratadas. Incluso la telefonía fija está dando sus últimas boqueadas.
En el mismo paquete de productos obsoletos también se incluyen las guías telefónicas, esos mamotretos blancos y amarillos con múltiples utilidades más allá de aquellas para las que fueron ideadas. En honor a la verdad he de decir que hace pocos días he recibido una guía amarilla, poco mayor que un catecismo, a la que aún no le he quitado ni el plástico.
Pero con la eliminación de las cabinas callejeras se acaba una época, una referencia social y sentimental, una España de los milagros que ha pasado de los gritos del “patxiiii” a los whatsapp sin ningún afán por conservar esos iconos urbanos de arquitectura efímera que han albergado nuestra historia sonora.
Seguro que todos ustedes mantienen en la memoria muchos episodios vividos en el interior de una cabina telefónica. Puede que en alguna todavía perdure algún corazón labrado con la llave de casa o se puedan escuchar los ecos de una madre lejana a la que no se llamó lo suficiente cuando nos creíamos inmortales. Cabinas llenas de besos furtivos mientras diluvia detrás de los cristales. Auriculares con millones de huellas dactilares impresas por donde circularon declaraciones de amor y avisos de bombas terroristas.
Yo me enteré de mi nota de selectividad en la soledad de una cabina que se quedó pequeña para acoger tanta alegría en un metro cuadrado. Lloré sin consuelo cuando escuché la muerte de mi abuela después de haber estado semanas sin llamar a casa. Cuando supe que un amigo no me había dejado plantada sino que se mató en la moto mientras venía a recogerme.
Las cabinas eran confesionarios abiertos 24 horas donde se acumulaban pecados y actos de contrición que valían su peso en calderilla mucho antes de que las tarjetas aligeraran nuestros bolsillos. Aguantaron estoicamente las manifestaciones estudiantiles de la Transición antes de ser sustituidas por los escaparates de Zara o el banco de Sabadell. Fueron el blanco preferido, en dura competencia con los autobuses urbanos, para calmar las iras de la kale borroka. Y un emblema de la modernidad indignada que protagonizara el Cojo Manteca.
También convirtieron a José Luis López Vázquez en una Bella Durmiente televisiva presa en un ataúd de cristal del que no pudo escapar. Dentro de unos años, cuando la generación que las usamos pasemos a mejor vida, las cabinas serán solo un fotograma en una película antigua, una pieza de museo o un codiciado objeto para hipsters y coleccionistas de antiguallas. A no ser que se reconviertan en peceras, como en Japón (no quiero ni pensar que coloquen unas cuantas cabinas con peces tropicales en la Plaza Nueva) o que se vendan, se adopten o se alquilen al mejor postor, como en Gran Bretaña.
Igual también se pueden reconvertir en alojamientos provisionales para desahuciados o en papamóviles para políticos en apuros. Yo, por si acaso, ya le he echado el ojo a una cabina desde donde voy a felicitar el año nuevo. Espero no encontrarme con el fantasma del Cojo Manteca.