Cuando una está ya en edad de alimentarse de potitos, es el momento de poner en práctica aquel famoso anuncio de Danone que decía que aprendiéramos de nuestros hijos. Toda la vida haciendo de cicerone para que los retoños hereden algo más que nuestras deudas hipotecarias de por vida y un día descubres que son ellos los que tienen un universo particular fruto de su propia cosecha.
Entonces se produce un punto de inflexión intergeneracional en el que una de las curvas del aprendizaje se mantiene estable mientras que la otra no para de crecer. Es una experiencia agridulce comprobar cómo las hijas nos adelantan por la izquierda con su motor cerebral reluciente invitándote a chupar rueda para no perder fuelle.
Se veía venir. Hace tiempo que nada de lo que le digo le es ajeno. Se maneja entre las fake como una exploradora avezada desbrozando maleza. Rápida y eficaz para abrirse caminos en una selva mediática plagada de cepos imposibles de ver para quienes ya acusamos presbicia por haber mirado tanto. Las librerías, sin embargo, eran uno de esos pocos territorios en los que una todavía podía sacar ventaja de la experiencia acumulada. Hasta ahora.
El otro día fui con mi hija veinteañera a celebrar San Jordi. Mientras buscaba el último libro de Ramón Lobo, le explicaba quién era Kapuscinski, uno de los imprescindibles para descifrar el mundo del siglo XX. Mi mundo. Pero ella escogió “La escala de Mohs”, de una autora desconocida para mí que se llama Gata Cattana. El mundo de ella. Primero pensé que sería una de esas escritoras de quita y pon, otra cuentista prêt à porter cortada por el patrón del Ricardo Moccia de culebrones adolescentes que alimentaban sus fantasías amorosas hasta hace dos días. “Es poesía, mamá. Y te va a gustar”.
Lo decía con la misma seguridad con la que yo le recomendaba a Almudena Grandes, a Isabel Clara Simó, a Miguel Hernández, a Félix Grande. Así que me acordé del Danone, abrí su libro nada más llegar a casa y me eché a llorar. “Todo el mundo se vende. Al final…, todo el mundo. Yo me vendí por tres milímetros de iris azul tanzanita en cada ojo…” Esto es la poesía del nuevo milenio, pensé, y no tenía ni idea de quién era la autora de estos poemas provocadores, profundamente feministas, desgarradores a veces, descarnados siempre. Una epopeya de heroínas que construyen a ritmo de rap un universo politeísta que emerge del asfalto.
Devoré esa vomitera lírica deslumbrada por el verbo deslenguado de una joven desconocida: “Yo nunca fue Helena y ni siquiera Penélope. Yo nunca fui ese tipo de princesa que esperaba sentada escuchando odas a su hermosura. Porque yo era más la Satine, la Agripina, la Teodora de Bizancio que administraba y quebraba imperios con una palabra”. Y yo en la inopia. Qué vergüenza, que pecado capital inconfesable.
Gata Cattana, rapera, politóloga, escritora, apareció como una estrella de otro sistema solar mientras el nuestro agoniza. La evolución natural de la Campoamor y de la Mala Rodríguez hecha carne y verbo. La heredera de Virginia Despentes, de Silvia Federici, la “tres voltes rebel” de Maria Mercé Marçal. Un puñetazo encima de la mesa que le devolvió el latido a un corazón aletargado. Gata Cattana me dejó huérfana antes de conocerla. Murió en 2017 con apenas 27 años. La edad maldita que escogen los ídolos para que el tiempo no los destruya.