Son muchos los ciudadanos y políticos que manifiestan su incredulidad ante la capacidad real de alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030, algunos quizá influidos por su ideología (es el caso de muchos políticos de ideología ultraliberal y conservadora) y otros muchos desmotivados por el hastío propio de considerarlos inalcanzables, como una ocurrencia más de la cada vez más desacreditada Organización de las Naciones Unidades. Sin embargo, los llamados ODS, probablemente, constituyen una de las maneras más eficientes que hemos tenido de definir unos objetivos comunes basados en unos principios inapelables orientados a alcanzar, entre todos, las mayores cuotas de progreso que la humanidad jamás haya disfrutado.
Desde luego, los 17 ODS no son una quimera. Todo lo contrario. Constituyen una herramienta fundamental para la erradicación de muchos de los males endémicos que sigue sufriendo buena parte del planeta, como la falta de libertad, la enfermedad, la desigualdad, la precariedad de servicios básicos, la pobreza o la crisis ambiental. Sus acciones constituyen en si mismas un imperativo categórico: el impulso decidido por la democracia, los derechos humanos y la igualdad, la redistribución de la riqueza de manera equitativa, la solidaridad intra e intergeneracional, la educación y la sanidad universal o la preservación y mejora del medio ambiente, entre otras.
Resulta a estas alturas innegable el importantísimo papel que la tecnología debe jugar en la consecución de los ODS. Sin embargo, este papel apenas se percibe en la definición de los 17 objetivos y sus correspondientes metas. Es muy probable que al considerar a la tecnología como trasversal e inherente a los medios propuestos para alcanzar los fines establecidos, no se creyera necesario destacar su papel en los ODS y, por tanto, su protagonismo quedó un tanto oculto cuando estos se definieron.
Aunque no cabe duda de que a lo largo de la historia de la humanidad la tecnología ha sido un gran motor de cambio y progreso, también es cierto que los avances tecnológicos ha supuesto, a su vez, un gran catalizador de desigualdades de todo tipo y pelaje a lo largo y ancho del planeta. Me permito aquí recomendar la obra del historiador Yuval Noah Harari y del economista Thomas Peketty para conocer en detalle algunos ejemplos de la cara y la cruz del papel de las tecnologías en el progreso humano.
El arado, la metalurgia, la maquina de vapor, las vacunas, la electricidad, los ordenadores o internet son ejemplos de tecnologías que han transformado el mundo, pero no es menos cierto que a lo largo de la historia esos mismos avances han supuesto un retroceso sustancial en la calidad de vida de muchas personas que se vieron abocadas a sufrir las consecuencias negativas que estas transformaciones provocaron. Aunque no queramos asumirlo, buena parte del progreso derivado de las revoluciones industriales está basado en el sufrimiento de generaciones de seres humanos en todas las regiones del planeta que a lo largo de los dos últimos siglos han padecido las consecuencias de las externalidades negativas de la aplicación de dichas tecnologías en el contexto del libre mercado.
Son estas circunstancias las que no obligan hoy en día a diseñar políticas que hagan de la revolución tecnológica actual, también llamada cuarta revolución industrial, un cambio de paradigma que alinee las nuevas tecnologías (inteligencia artificial, blockchain, big data, etc) con el interés general y las aspiraciones personales de todos y cada uno de los miembros de las generaciones presentes y de aquellas que están por venir. El gran reto al que nos enfrentamos es el de asegurar que la tecnología sea útil en la lucha contra la intolerancia, desigualdad, la pobreza, el acceso a los recursos básicos o el cambio climático. Esto no es algo intrínseco a la propia tecnología sino a la decisión de la sociedad de que ocurra así. La cuarta revolución industrial aun no ha empezado pero debido a la velocidad a la que se produce ya corre el peligro de ser una involución si no es capaz de basar sus principios en la convivencia, la inclusividad de todos y cada uno de los hombres y mujeres y en aportar soluciones eficientes a los grandes problemas ambientales a los que se enfrenta la humanidad y el planeta.
La mala noticia es que el mercado, por sí mismo, no es capaz de asegurar este objetivo. Ya lo hemos comprobado en las tres revoluciones industriales anteriores. Sólo la intervención de la socialdemocracia en la Europa del siglo XX fue capaz de aunar progreso económico con el progreso social a través del estado de bienestar, pero falló en identificar que sin sostenibilidad ambiental no hay futuro para nadie. Lamentablemente no todas las regiones del planeta pudieron beneficiarse del estado de bienestar y muchas partes de este siguen ancladas en la falacia de un mercado que promete soluciones que el dinero no puede cumplir o, como en el caso de China, en la distopía orweliana de que los individuos y el medio ambiente solo tienen derechos si son útiles a los designios de un estado autócrata.
La buena noticia es que ahora tenemos la oportunidad de hacerlo desde la acción pública coordinada entre los distintos estados y orientada a la consecución de los ODS. Los ODS deben servirnos de guía no sólo para ser aplicada en los países en vías de desarrollo. Son perfectamente aplicables en Europa, en los países, regiones y ciudades que la constituyen. La solidaridad intrageneracional e intergeneracional, los valores democráticos, la defensa de la igualdad y la equidad, el ecologismo, el feminismo o la redistribución de la riqueza son instrumentos necesarios para que nuestro país y Europa afronten con éxito este proceso transformador.
El pensamiento político es clave para alcanzar dichos objetivos y la izquierda política democrática la que mejor puede representar los principios en los que se basan los ODS. Para la socialdemocracia del siglo XXI, no es un problema compaginar el progreso que trae la revolución tecnología con el objetivo de mejorar el bienestar de todos y cada uno de los ciudadanos del planeta, hayan nacido o estén por nacer, sin importar su sexo, identidad u orientación sexual, vivan donde vivan, tengan mejor o peor capacidad de adaptación al cambio. Esa es nuestra razón de ser, que nadie quede atrás, incluida en la ecuación de progreso el cuidado del medio natural. Por ello, los socialdemócratas tenemos el deber de tener, como principios y guía en nuestras acciones, la consecución de los ODS. Esta es la única manera de contribuir a la salvación del planeta y la transformación real de la sociedad. Y la tecnología debe ser nuestro aliado imprescindible y necesario en ese cometido.
Juan Ignacio Torregrosa es director general de Avance para la Sociedad Digital
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