Los suicidas y los bebés que morían antes de ser acristianados ocupaban un lugar abandonado en los alrededores de los camposantos. Eran un apéndice de los cementerios. Casi nunca había flores para ellos el día de difuntos, solo maleza. Esos muertos proscritos, afortunadamente, han saltado al otro lado de la tapia y se han mezclado con los muertos “de bien” pero aún sigue siendo un asunto tabú para la sociedad.
Durante muchos años han sido expulsados de tierra sagrada por osar equipararse a Dios eligiendo por sí mismos el momento de morir. Una prebenda divina que los códigos penales todavía no se han atrevido a contradecir, ni siquiera cuando vivir es un calvario. Un acuerdo tácito entre los periodistas ha alimentado el silencio dejando en el olvido, en la intimidad de las familias, un dolor que mirado de cerca se hace insoportable.
Los suicidios no son noticia, como no lo fue hasta hace poco la violencia machista. Y no lo es porque la muerte voluntaria nos estigmatiza, nos interpela a todos. Nos hace culpables. Por no haberlo visto venir. Por no haber podido evitarlo. Porque nuestro amor no fue suficiente para amarrar a esos seres queridos a nuestro lado. Ellos prefirieron abocarse al abismo, darlo todo por perdido y abandonarnos dando un portazo a la vida. A la suya. A la nuestra. Pero ocultar esa realidad no hace que desaparezcan ni el problema ni el dolor que nos produce.
No sabemos exactamente cuánta gente se suicida en España ni los motivos que les llevan a tomar esa última decisión. Y no lo sabemos porque en muchos casos esa categoría de muertes externas se disimulan por un mal entendido sentido de respeto o quizá por esa rémora judeocristiana que vincula la muerte auto infligida a un pecado mortal. El INE registró oficialmente en España 3.679 suicidios en 2018, un 3% más que el año anterior. Una cifra más alta que los accidentes de tráfico y que los homicidios sin que nadie alce la voz ni se lancen campañas de prevención sobre un problema que afecta mayoritariamente a los varones y a la población más joven.
El suicidio es la principal causa de muerte externa entre personas de 15 a 39 años. Pero detrás de las estadísticas se ocultan deformaciones sociales altamente letales a las que ni siquiera les poníamos nombre. El bulling es una de esas malas prácticas cotidianas que le costó la vida al joven Jokin hace quince años. Su muerte puso encima de la mesa de los despachos un problema no diagnosticado con la suficiente antelación.
Los desahucios han causado estragos. La connivencia entre el acoso laboral y las redes sociales acaban de golpearnos en la boca del estómago con el suicidio de una trabajadora de Iveco que no pudo soportar la presión de una venganza sexual. Las mujeres son menos proclives al suicidio que los hombres pero las nuevas formas de relacionarse sexualmente a través de internet o de videos íntimos que se viralizan a la velocidad de un clic podrían alterar las estadísticas en poco tiempo.
El suicidio es un viejo conocido que campa a sus anchas desde que el mundo es mundo. Sócrates, Séneca o Nerón fueron célebres suicidas. Perder la vida antes que el honor era una divisa entre los samuráis, los espías y hasta la mismísima Cleopatra. La literatura y la música también han creado leyendas con sus propios suicidas. Virginia Wolff, Alfonsina Storni, Ernest Hemingway, Kurt Cobain o Robin Willians se apearon del camino por su propia voluntad. Pero más allá de las leyendas y del libre albedrío, el suicidio es un gran fracaso social del que hasta ahora nadie se hace responsable. Y el silencio no es la mejor terapia.