El sábado fui al mercadillo de Babel y me compré una pamela. Tal cual. La estrené allí mismo para dar la bienvenida a un verano que hasta ahora solo se había dejado notar en el calendario y en el termómetro, pero sin interferir un ápice en mi rutina vital. Mis propósitos estivales suelo escribirlos en una lista, como las que confecciona mi colega Eduard Aguilar en la columna de los jueves, para comprobar la endeblez de mi voluntad cuando llegue septiembre. No soy de fiar, ya os lo advierto. Mis intenciones son buenas. En primer lugar, pretendo sustituir la máquina del aire acondicionado por la brisa marina, que es más sana, más barata y más igualitaria. El segundo punto es bajar a la piscina.
Hace años que no lo hago. Desde que la niña aprendió a nadar. Aun me resiento de aquellas interminables siestas debajo de una sombrilla mientras ella y el resto de su pandilla se tiraban al agua como bombas de racimo indiscriminadas que aplastaban a quien se interpusiera en su trayectoria aeroacuática. Pero este año le he prometido a mi marido que le acompañaré. No importa si se han detectado en el césped hormigas que dan bocados en los pies. También asumiré los pelotazos que me correspondan del grupo de chavales que convierten la piscina en una cancha de waterfútbol. Es la penitencia por las bombas de racimo de antaño. Lo de ir a la playa sin rechistar es el punto más duro de la lista. Con hacer los preparativos ya me canso.
La hamaca de cuerpo entero, la toalla, la nevera, los bocadillos, la sombrilla, el protector solar, la radio, el libro, el pareo, el peine, la pamela, el aparcamiento…y buscar una orilla despejada donde no te conozca nadie. Y eso sin contar la depilación integral, la pedicura a la francesa y unas gafas de sol graduadas que te permitan otear al mismo tiempo la línea del horizonte y la de la novela que tienes a medio leer. Y luego está la arena, que se te pega a la piel como un chicle y aparece intacta en el salón de tu casa cuando regresas mucho más cansada de lo que saliste por la mañana. Otro de los puntos imprescindibles de mi lista veraniega es la lectura. Literatura de ficción, porque de ensayos, manuales y trabajos finales de grado ya tengo el cupo completo. El otro día me compré cinco novelas para pasar el verano, pero necesitaré repuestos. Es mi manera de viajar en el tiempo y en el espacio sin moverme de casa. Este año mi destino principal es Barcelona. La Barcelona de los años 40, de los años 60, del siglo XIV y del XVIII.
Además haré una incursión en el Antiguo Egipto de la mano de Sinuhé el egipcio a quien ya conocí otro estío lejano durante mi adolescencia, cuando la playa era un coto vedado para gente con posibles o para ribereños autóctonos. También he incluido, por prescripción marital, paseos vespertinos por el Cabo. Y luego están los momentos terraza al anochecer cuando se ilumina Tabarca en el horizonte.
Para esos ratos he confeccionado mi lista de spotify, con canciones de ayer y de hoy. Moustaki, India Martínez, Pablo Milanés, Lole y Manuel, Triana, Golpes Bajos, Jacques Brel, Elvis, Smith, Manel, El Diluvi, Sopa de Cabra, Serrat, François Lallane… Y entre canción y canción, partidas de trivial en la madrugada hasta que se nuble el entendimiento. Habrán visto que hay puntos irreconciliables. El de la terraza de madrugada y el de la excursión matutina a la playa no casan muy bien. Esto es como en los convenios colectivos, que siempre se incluyen puntos que se sabe que no se van a cumplir. Solo se ponen para negociar. @layoyoba