En estos días, semanas, tan agitados en los que todo gira en torno a Junts y Puigdemont, reflexiono mucho sobre la identidad partiendo de una premisa: la identidad personal no es monolítica e invariable, es un proceso complejo y siempre en permanente. La identidad colectiva es otro concepto para echarle de comer aparte. Hace ya años, cuando Cataluña era el reino absoluto de los Pujol, y de las bolsas repletas de pasta rumbo a Andorra, Marta Ferrusola se lamentó amargamente de que con tanta inmigración se iban a perder las costumbres gastronómicas del Principado (gastronómicas y otras). ¡Qué tragedia¡ Greco-romana. José María Forn, visionario, rodó en 1967 La Piel quemada donde se refleja a la perfección las reservas de los catalanes hacia los xarnegos en pleno boom de las migraciones internas. También lo vio Arzallus cuando proclamó que prefería un obispo negro que hablara euskera que uno vasco, de rh positivo, ignoto en la lengua vernácula. Tela. Para los negros.
A mí me aburre muchísimo lo de la identidad catalana: porque soy extremadamente escéptico con lo de las identidades colectivas (salvo excepciones). Me salen sarpullidos. Lo mismo siento con la identidad nacional española llevada a su extremo: no necesito pregonar a los cuatro vientos que soy español; es obvio que no soy zulú y que me parieron aquí. Las patrias, los países, somos ante todo los individuos. Por supuesto que hay que valorar la pluralidad y la diferencia. Hasta Emmanuel Macron ha puesto en marcha el reconocimiento de Córcega que, si nada se tuerce, dispondrá de un regimen similar, grosso modo, al de una comunidad autónoma española; reforzando la enseñanza del corso en las escuelas. No hay que militar en el ferrusolismo para valorar las diferencias: lo contrario sería extremadamente aburrido. A mi me encanta por ejemplo que me expliquen los vestigios del valenciano en Italia, en los territorios de la Antigua Corona, Nápoles y Sicilia.
En treinta y muchos años de experiencia profesional en la Comunidad Valenciana solo me he sentido dolido una vez. Fue no hace muchos años, cuando inicié en Elche la aventura periodística de El Taladro, junto con Emilio Martínez Salazar y Maribel Hernández, una revista digital de alto voltaje, con mucha ironía y desparpajo. Sacamos una especie de viñeta de la entonces alcaldesa Mercedes Alonso (PP) al final de su mandato (2015) coronada como en El Misteri d'Elx y descendiendo triunfal desde la bóveda de la Basílica de Santa María. Un sector de la afición lo vio como una irreverencia. Y un individuo en concreto que me espetó: “Usted jamás entenderá El Misteri porque no es de aquí”. Ahora ya no me acuerdo si era por la viñeta o por un artículo en el que abogaba por quitar caspa en el entorno de la organización de La Festa y por la participación de mujeres en las representaciones. La apreciación me sentó como un trueno (rara vez me pierdo la representación del 12 de agosto; desde los ochenta). “Usted no es de aquí”. Nacer en Navarra, cosa que no elegí, un estigma. No, no y no. Estoy hasta arriba de los chauvinismos construidos en una errónea percepción de la identidad. Me encabrono vivo, lo siento.
Leo un post del periodista Pere Rostoll (siempre estimado) en redes: “Sóc d'aperitiu, d'esmorzaret, d'orxata, de música, de festa, de pólvora, de Benidorm, de la terreta... Sóc Valencià!”. Yo también Pere. Con la diferencia de que no tengo ninguna necesidad de proclamarlo. También soy un poco navarro, armenio, senegalés, europeo, neerlandés (bastante), de El Salvador, con amigos estupendos, y de Marruecos, idem, y de Colombia, idem... A veces junto a gente en casa y parecemos la ONU. Y me chifla ofrecerles arroz que yo llamo “a la crevillentina”, que se cocina de arrebato, con conejo y verduras (pimientos verdes, ajo, garbanzos); también admite un poco de trocitos de costillar de cerdo.
Lo que dice el amigo Rostoll, metido desde hace años en política de la mano de Ximo Puig, lo puede proclamar el PP, Vox, Compromís, Sumar y el PSPV-PSOE. La derecha y la ultra-derecha instrumentalizan este florido huerto para volver a la carga con reeditar una ley de señas de identidad (qué miedo) que, entre otras cosas, marque bien las diferencias con los catalanes (y fracturar de paso la filología autóctona con complacencia hacia las Normas del Puig, un pozo ciego que aburre a las ovejas). La izquierda, sobre todo Més Compromís (el Bloc) lo usa bajo la utopía de una construcción nacional a la manera que formula Joan Fuster en Nosaltres els valencians. Servidor, aficionado a transitar por identidades complejas y poliédricas, se pasea por la Santa Vía del Agnosticismo, SVA. Ahora he puesto en mi cuenta de face que soy de Kuala Lumpur. Por cierto, Fuster hace un brillante diagnóstico de la Comunidad/Antiguo Reino (la decadencia empezó con la expulsión de los moriscos). Otra cosa es el pronóstico.
Solo pienso en identidades colectivas (aunque nunca reproduzco esa expresión salvo ahora) con los pueblos oprimidos. Por ejemplo con los armenios y la salvajada que acaba de provocar Azerbaiyán con la huida o exilio forzoso de más de 100.000 armenios del Alto Karabaj y la pasividad vergonzosa del presidente de Armenia, Vahagn Jachaturián; y ante la total indiferencia de la llamada comunidad internacional. O los saharauis que malviven en el desierto argelino, en las campos de refugiados de Tinduf (muchos de ellos también malviven en el Sahara Occidental adjudicado a Marruecos por obra y gracia de Pedro Sánchez).
En fin: disfruten estimados lectores del Nou d'Octubre, que es a lo que iba. Desde Kuala Lumpur, con mucho amor.