¿Está la política plagada de psicópatas?, se preguntaba hace unos meses Juan Manuel Blanco en VozPópuli, alegando que "los mecanismos de los partidos proporcionan el impulso definitivo a los psicópatas pues los criterios para permanecer y medrar no son precisamente la excelencia, el mérito, el esfuerzo, la honradez, la generosidad, el altruismo, el patriotismo o los principios sólidos". El otro día hablaba con David Martínez sobre el narcisismo y un servidor le decía que ese borroso atributo es fundamental en un político que anhela cambiar la sociedad; esos aires mesiánicos ejercen de palanca transformadora. Las grandes revoluciones han venido de la mano de personajes heroicos capaces de echarse una causa a la espalda. El problema es que, en muchas ocasiones, los dirigentes que nos gobiernan no saben enfocar virtuosamente dicho rasgo y terminan utilizando el poder para su propio beneficio convirtiéndose en unos psicópatas amorales e insensibles.
Hay falta de hombres de Estado precisamente porque no tenemos gobernantes que sepan anteponer su propio ego a una causa mayor. Estamos viendo en la izquierda valenciana cómo esa hoguera de las vanidades está quemando las posibilidades de que sus formaciones tengan opciones de gobernar plazas dominadas por la derecha. Ataques de celos desencadenados simplemente por ver qué busto adorna el cartel electoral; prefieren salir en las marquesinas a generar alternativas para revolucionar su ecosistema. Esa riña de gatos queda latente ahora con Podemos y Sumar a nivel nacional pero aquí ya la hemos vivido de la mano de Compromís y la formación de Pablo Iglesias –todos sabemos que es el que sigue mandando en su cortijo–. Ha habido verdaderos enfrentamientos y rabietas entre la sigla valencianista y los círculos de la izquierda comunera por ver quién era el número uno de las candidaturas. Pese a que sus partidos comparten puntos cardinales siguen sin ponerse de acuerdo envenenados por el narcisismo pecaminoso. Como consecuencia, al electorado progresista al norte del PSOE le va a costar más escoger su voto que entender si Ana Obregón ha tenido una hija o una nieta; el croquis para elegir al partido ideal va a ser una de las preguntas de la EvAU 2023.
Si nuestra clase política ostentase esos principios sólidos de los que hablaba Juan Manuel Blanco estas cosas no pasarían, habría altura de miras, tendrían los recursos suficientes para gestionar ese narcisismo proyectándolo a algo más grande que su propia existencia. Perspectiva moral de la que, como alertó Nietzsche, el individuo posmoderno se ha desprendido. Caminamos como superhombres desorientados sin ningún tipo de brújula moral. Nos complicamos la vida contemplando las aristas de Feijóo cuando todo es más simple que las cávalas mentales que nos montamos. Escribía Alberto Olmos en El Confidencial sobre la gestación subrogada, ahora que he sacado a la palestra el caso de Ana Obregón, "Sólo hay un argumento contra la gestación subrogada o altruista, amigos: está mal". Esa sentencia nos devuelve la simpleza de la vida, hay cosas buenas o malas. Viene bien decir esto porque a veces nos hemos olvidado de calibrar moralmente nuestro mundo; nos queda mucho camino para alcanzar el cáliz de las virtudes representado por la humildad, esa de la que dijo Aristóteles que no se podría ostentar hasta que uno no tuviera los atributos de la prudencia, la fortaleza y la templanza. Así, convivimos con caudillos temerarios, endebles apoyados por unos ideales inconsistentes y ególatras incapaces de templar su vanidad.
Creo que estamos mejor de lo que deberíamos estar teniendo en cuenta de que los llamados a legislar con honestidad se enredan en su propio ego.