Reconozco que el asunto del espionaje realizado en las altas esferas de poder es muy grave, pero soy incapaz de tomármelo en serio. Me pasa como a Harpo y Chico Marx en Sopa de ganso. A ellos les entregan la fotografía de la persona a la que deben seguir, que en escenas posteriores descubriremos que es Groucho, y en una hora, en menos de una hora, pierden la fotografía. Yo me dispongo a leer sobre la trama Pegasus en diferentes medios de comunicación y a los cinco minutos, en menos de cinco minutos, ya estoy absorbido por la noticia de que hay cuatro detenidos por asaltar un camión repleto de mejillones en un pueblo de Valencia. No lo puedo remediar. El universo de los agentes secretos jamás me ha llamado la atención, en parte porque crecí entre el zapatófono del Superagente 86 y los disfraces de Mortadelo. En parte también, porque no me fascinan las películas de James Bond. Y, finalmente, porque si no me enganchan los espías de la Guerra Fría, con sus bigotes y sus gafas de culo de vaso, menos lo van a hacer ahora que cualquier informático con sudadera y capucha y aficionado a la comida basura puede desatar un holocausto nuclear sin moverse del cuarto que ocupa en casa de sus padres.
Hay otro motivo, además. Vuelvo a reconocer que me parece grave que alguien controle un programa capaz de acceder a gigas de información del móvil corporativo del presidente del Gobierno. Al de la ministra de Defensa. O al de los líderes del procés. Pero me parece igual de grave que Google sepa la información que deseo buscar en mi teléfono tres segundos después de haberlo comentado en voz alta en mi cocina. Hemos permitido que el control de la información se maneje desde espacios tan etéreos y oscuros como una oficina de California o los despachos del CNI, de la CIA, del Mossad. Cualquier agente ruso sabe más de mi vida que algún amigo al que no veo desde hace meses. Cualquier dispositivo de un empresario o político español puede estar pinchado, como han demostrado las continuas investigaciones desarrolladas en torno a tramas de corrupción que todos conocemos. Así que sorprenderse de que nuestros secretos estén a disposición de cualquiera no deja de parecerme un ejercicio de cinismo, como el del capitán Renault en Casablanca, cuando cierra el local de Rick porque oculta un casino en la trastienda. Es preocupante, sí. Hay que tomar medidas efectivas para evitar el robo de material sensible, sí. Habría que descubrir los intereses que se esconden tras las escuchas, sí. Pero pretender que un bando no desee anticiparse a la jugada del otro mediante el acceso subrepticio a información reservada no sucede desde antes de que los Borgia mandaran instalar puertas secretas en todos los pasillos de palacio. El resto es intentar que los servicios secretos informen de su actividad, cuando hay generaciones enteras de cocineros que tienen prohibido dar la receta de la salsa de sus guisos.
El espionaje internacional o de Estado, otra cosa mucho más reprobable es el que se efectúa para bucear en la intimidad de un personaje relevante para chantajearle, es algo que deberíamos asumir como habitual y que solo cobra relevancia mediática cuando se hace mal. Es decir, cuando los pillan. Si se ha detectado el virus Pegasus en el móvil de Pedro Sánchez, o en el de Pere Aragonès, es porque quien lo ha inoculado trabaja igual que Chico y Harpo cuando vigilan a Groucho. “El lunes fuimos a su casa pero no salió, no estaba. El martes fuimos al béisbol y nos engañó, no se presentó. El miércoles nosotros le engañamos a él, no nos presentamos”. Podemos y debemos pedir explicaciones de lo que ha sucedido, pero jamás se borrarán las sospechas. Es la esencia de los topos.