Una historia para no dormir sobre la estética del poder del Consell en Alicante, la autoproclamada irreductible Aldea Gala del Sur de la Comunitat Valenciana.
Los Soto. Finales del XIX. Alicante cambia. El derribo de las murallas defensivas de la ciudad y el ímpetu por acometer su planificación urbanística propician que la burguesía local se apreste a ocupar el nuevo ensanche con palacetes y suntuosas residencias familiares que empiezan a florecer, con donosura, en el entorno del Paseo de la Explanada y la calle San Fernando, esa pequeña y lóbrega Gran Vía alicantina que las servidumbres del intenso tráfico rodado impide contemplar y admirar al paseante en toda su grandiosidad arquitectónica.
Unos metros más allá, D. Eulogio Soto –Mollà Chápuli, epónimo de una de las familias de alcurnia de la alta burguesía alicantina (y hermano de Federico Soto, desde cuyo Paseo escribo 1 siglo y algunos años después estas líneas) decide encargar al reconocido Arquitecto Enrique Sánchez Sedeño, -autor, entre otros singulares edificios locales como la Casa Bardín- la construcción de un palacete familiar en el número 3 del Paseo de Gadea, esquina con la citada vía fernandina.
Tras un primer proyecto, y descontento, quizá con lo convencional del resultado, el promotor (en una versión decimonónica del alicantinísimo “Això ho pague jo”) decide encargar a Sánchez Sedeño y Fajardo, un nuevo proyecto que haga de este edificio un icono singular en ese ensanche alicantino de los milagros, y que, de paso, concite la admiración de sus vecinos (efecto “wow” lo llamáis ahora). Torreones, ventanas vienesas y un atracón de molduras conferirán al capricho arquitectónico de D. Eulogio Soto la apariencia modernista con la que ha llegado –milagrosamente- a nuestros días.
Con el pasar de los años, vencido el ímpetu burgués de sus propietarios y antes de que la estética Art Nouveau de este palacete alicantino quedase reducida a su esencial condición de recurrente fondo para el selfie del turista en Instagram, el capricho manierista de D. Eulogio Soto (que hoy conocemos como Casa de las Brujas) entrará en una época de acusado declive, en consonancia, tal vez, con la abulia, la atonía y el ocaso de la capital alicantina en el período de la postguerra Civil, de la que sólo saldría – por la vía del shock desarrollista de los años 60- con la erección de iconos tan adorablemente discutibles como el Hotel Gran Sol o el Riscal en el centro de la ciudad, o los productos arquitectónicos y artefactos edilicios que los arquitectos Juan Guardiola y Juan Antonio García Solera –entre otros- elevaron en la Albufereta y la Playa de San Juan, en aquello que algunos autores han dado en llamar el más puro testimonio del “Racionalismo Levantino”.
Pero volvamos al palacete de los Soto en el número 3 del Paseo de Gadea. Su declive provocará que permanezca deshabitado durante décadas, con algunas de sus puertas entreabiertas hacia la calle, por las que asomará un espectáculo de lóbrega y misteriosa decadencia, para inquietud de los habitantes de la zona, que no tardarán en calificarlo con el inequívoco apelativo de ‘Casa de las Brujas’, con el que ha llegado a nuestros días.
De nada sirvieron los intentos de rebautizar el edificio una vez que, entrados los años 90 del pasado siglo, el palacete fuese remozado con cargo al presupuesto público para acoger la sede de la Presidencia del Govern de la Generalitat Valenciana en Alicante, código postal 03001, con la intención de que se convirtiese en la icónica representación del poder político autonómico en una capital alicantina, que, por pragmatismo, moda, convicción o todas las anteriores, se mostró siempre renuente a endosar con afecto las novedades llegadas desde el cap-i-casal.
No me negaréis el enorme potencial narrativo que mana del hecho de que la sede de la Molt Honorable Presidencia del Consell de la Generalitat Valenciana en Alicante esté en un edificio que se consideró hogar de nigromantes y hechiceros, y al que el saber popular atribuye propiedades cuasi-esotéricas (casi como aquellas que algunos pretenden atribuir al poder político terrenal) o los enormes recursos alegóricos que nos regala esta asociación entre poder, chamanismo y Casa de Brujas, estimulada, además por la intermitente, anémica y episódica presencia de los representantes del poder ejecutivo autonómico en nuestra ciudad, por la que muchas veces tenemos la sensación de que pasan de puntillas, como para no ofender y no ser vistos.
He de reconocer que para quienes no hemos mostrado nunca demasiado entusiasmo con los relatos de H.P. Lovecraft o de Allan Poe, ni con las historias de aquelarres, pócimas o hechizos (últimamente, y por razones más satisfactorias, le he cogido, acaso, cariño a la bruja buena de Ben & Holly), la representación metafórica del poder valenciano en nuestra ciudad se nos antoja más bien como una emanación del realismo mágico de un García Márquez atiborrado de horchata y coca de llanda, que como una inquietante novela de Stephen King, aunque la discreta puesta en escena de este poder autonómico en nuestro territorio pueda ser utilizada para fines e intenciones muy distintas.
El victimismo de cámara hacia Valencia –ese refugio tan característico de nuestro ser y parecer como alicantinos que se manifiesta con especial intensidad en momentos de mudanza, fragilidad y notable desubicación (sea esta institucional, empresarial y/o ciudadana)- es una de ellas.
Que nadie se me ofenda, pero la recurrente letanía del alicantinismo plañidero (y la ausencia de un relato sólido para contrarrestarlo, más allá del buenismo de las campañas de comunicación institucionales y el ecumenismo de los mítines partidistas) me parece un material altamente inflamable en manos de tantos pirómanos de salón como pueblan nuestros lares, y un arma potencialmente letal para los nuevos populistas que asoman como legión al calor de la última burrada publicada en ese enorme patio de vecinas y cuñados que son, cada vez más, las redes sociales.
Como dice con rectitud mi amigo Juanito, crecido en la planificada linealidad del alicantinísimo Barrio de Benalúa, el problema fundamental de este “Valencia nos roba” exabrupto recurrente de nuestro localismo más cerril y negativo, es que, más allá de provocarnos un borbotón temporal de autoconciencia de emancipación y libre albedrío frente a la metrópoli opresora termina, al final, por desinflarse, sin dejar un poso de germanor propositiva entre los alicantinos que nos permita diseñar –allí donde lo permitan leyes, reyes y reglamentos- políticas nacidas de nuestra voluntad y del consenso local, que redunden en un beneficio para nuestro territorio en el corto plazo y ejemplifiquen lo mejor que puede dar esta tierra.
En síntesis, y con perdón para los más irritables, a los alicantinos nos pasa con Valencia lo que a los ilicitanos les sucede con nosotros, y así hasta la última escala de la rivalidad territorial, más ortodoxa, algo que ya dejé escrito en este periódico hace unos meses, al señalar la presencia, a la altura de la pedanía de Torrellano, de una suerte de imaginario paralelo 39, una zona desmilitarizada entre Elche y Alicante, convertida en verdadero territorio de fricción sentimental entre dos cosmovisiones tan tozudamente vecinas como irreconciliables y dañinas.
Ni Elche ni Alicante han sacado jamás tajada conjunta de esta actitud de desdén y desconfianza recíproca (más bien lo contrario), aunque es cierto que la recurrente agitación de las bufandas blanquiazules o verdiblancas en momentos concretos de nuestra historia reciente y la interpretación de la realidad a través de los deformantes espejos que procura la mentalidad del derby futbolístico, ha permitido alimentar un mensaje identitario híper-local, tan ruidoso como falto de matices y profundidad, y arañar (o, al menos no perder) votos entre los más apasionados vecinos de ambas localidades.
Será por aquello del “centralismo fractal” que Ramón Marrades bordó hace unos meses en su columna del Plaza o por razones de falta de voluntad, oficio o puro canguelo escénico, lo cierto y verdad es que nuestras capitales (Valencia, Alicante, Elche, y así, en modo descendente hasta la última unidad territorial), si lo son, no ejercen como tales en su hinterland, siendo incapaces de liderar proyectos comunes nacidos de la generosidad estratégica, la auctoritas y el consenso, por más que este último se presente, en no pocas ocasiones, como la solución más pragmática para muchos de nuestros problemas colectivos.
Vino el Presidente Puig hace muchos meses (casi una eternidad ha pasado desde aquel mes de mayo de 2014 en el que el tripartit asumió el poder), con unas formas templadas y prudentes que no le han abandonado durante su mandato, a proponer y defender, para sorpresa de muchos, la idea de una bicapitalidad autonómica entre València y Alicante como fórmula para la vertebración efectiva de nuestro territorio, dando a luz una idea tan espectacular como novedosa, que fue acogida con expectación por el paisanaje patrio.
Con el pasar de los meses, acuciado, tal vez por la realidad de las cosas, la hostilidad de algunos (propios y contrarios) o por la pura inconsistencia de un concepto que se ha reputado vacuo, el Molt Honorable President ha terminado por defender un sucedáneo de esta idea de capitalidad compartida, -algo así como una política de discreta expansión basada en la apertura de sucursales de algunos organismos en los distintos territorios, consciente de que ni la ejecutoria política del Consell durante estos años ni el presupuesto de la Generalitat han sustentado sobre la base de acciones reales aquella propuesta. Como aquellos espejitos con los que los conquistadores seducían a los indígenas americanos al tomar tierra, la bicapitalidad del President ha terminado mostrándose como un simple truco efectista para los impresionables vecinos meridionales de la Comunitat Valenciana.
Tal vez sea apresurado decirlo, pero el caso es que al Molt Honorable President Puig puede terminar ocurriéndole lo que al muñidor de la Restauración Borbónica en nuestro país, Don Antonio Cánovas del Castillo, de quien el tribuno demócrata canario Fernando León y Castillo, Marqués del Muni, dijo en aquel agitado Congreso de los Diputados de finales del XIX que llegó al poder ambicionando ser el restaurador de nuestra grandeza, para terminar conformándose con ser, acaso, un buen administrador de nuestra decadencia.
En todo caso, y si de manifestación efectiva del poder político autonómico en Alicante hablamos, no puedo renunciar a explotar, con descaro, el caudal de metáforas que nos ofrece esa asociación física de Consell y Casa de las Brujas, sede de una verdadera fenomenología del poder valenciano en nuestro territorio.
Ya sea por incomodidad, desconfianza, inercia o ignorancia frente al engorroso vecino del Sur, o por razones de estudiada anemia de la agenda del President en nuestro territorio (de la de la Vice-Presidenta Oltra, mejor no hablamos), o tal vez por una elemental falta de peso específico de los políticos alicantinos tanto en el ejecutivo valenciano como en la oposición –que no resiste una comparación con tiempos y gobiernos anteriores, por más que estos se revelen ahora como manifestación maligna de una época de doping y rosas - lo cierto y verdad es que la ejecutoria y narrativa del poder valenciano en Alicante es –y las cosas terminan siendo para mucha gente lo que parecen- manifiestamente mejorable, pues el poder valenciano aquí, se ve y se siente poco, resultando tan discreto, esotérico y misterioso como la Casa de las Brujas que lo acoge.
Ni el discreto oficio del conseller Alcaraz, al que algunos malintencionados han tildado de Conseller Transparente, ni la genuina y amable timidez –inocuas en política- que su colega Rafa Climent ha desplegado como Conseller de Industria, (no en vano, ambos ministros alicantinos han sostenido desde hace años la agenda política del Consell en la Provincia, acaparando en 2018, más de la mitad de los actos en nuestro territorio) han logrado revertir esta percepción generalizada en Alicante de un Consell lejano y desdeñoso, confirmando, sin rebatirlo, que la ciudad/la provincia, a la que no pocos consideran la Zona 0 de la corrupción, lacerante imagen que nos devuelve el espejo de la primera década de nuestra historia del siglo XXI, está sometida a una suerte de cuarentena profiláctica por parte de quienes detentan el poder autonómico, que sólo nos sacudiremos cuando hayamos cumplido una larga y penosa penitencia. Error estratégico.
Algunos dirán que hoy, en la era de la conectividad ubicua y de la tecnología omnipresente, en la que se habla de empoderamiento ciudadano y otras hierbas contemporáneas, el Poder (también el autonómico) ni es lo que era ni se ejerce de ya manera presencial, bastando una sede delegada en la que reunirse –por separado- con los agentes locales, en la que poder cambiarse de camisa entre actos protocolarios y que pueda utilizarse, de vez en cuando, para acoger reuniones de marcado acento simbólico, como las que se han producido, por ejemplo, para endosar la potestas de la CEV en Alicante, a la vez que se certificaba, con luz y taquígrafos, la división irreconciliable entre el empresariado alicantino. Patriotas frente afrancesados, y esto no ha hecho nada más que empezar.
Clamorosas ausencias, habitaciones, despachos y estancias obstinadamente vacías, con todos sus pertrechos cubiertos por sábanas blancas, pasos ahogados en el grosor de polvorientas alfombras, planos de realidades paralelas (sobre el estado y necesidades de la ciudad) que harían las delicias de los espectadores de Los Otros de Amenábar, puertas (giratorias) que se abren y se cierran en la noche, corredores (mediterráneos) oscuros y sinuosos que no se sabe dónde empiezan ni terminan, gritos desgarrados (eso sí, en las dos lenguas co-oficiales), criaturas y proyectos zombies que no terminan de ver la luz, etcétera, el relato del poder valenciano en Alicante da para una edición de bolsillo de cuentos de suspense, con algún especial de puro terror como el de la AVI, Agencia Valenciana de la Innovación.
Ha sido esta AVI el botón de la muestra; una especie de pozo oscuro que se ha tragado el poco crédito de esta idea de la bicapitalidad que nació, seguro, sobre presupuestos bienintencionados para hacer arraigar un proyecto autonómico estrella en la capital alicantina, y que ha pasado a convertirse en un incómodo problema para el Consell, por razones de pura puesta en escena y errores garrafales de comunicación institucional.
Desde luego, queda para el debate la cuestión de la duplicidad de sedes de esta AVI entre Valencia y Alicante y el presunto desdén de sus directivos y funcionaros por trabajar y residir en nuestra ciudad, que en una época en la que los análisis mesurados y profundos no encuentran hueco en la agenda de los medios de comunicación, ha terminado calando entre la parroquia alicantina y al que, desde luego, nada han ayudado ni las torpes explicaciones del Presidente del Consell, ni las arrogantes filípicas con las que se descuelga su más alto equipo directivo cada vez que se le cuestiona sobre el particular, verdaderas regañinas más propias de un púlpito barroco que de la estrategia de comunicación de una Agencia de Innovación que se dice del siglo XXI.
La AVI será (si no acaba en Guerra Civil con el fuego cruzado entre el IVACE y la Presidencia de la Generalitat) un proyecto interesante para la ciudad, pero el daño, para esta iniciativa, en términos de mensaje y reputación ya está hecho, y eso, cuando sucede en un momento en el que la política es pasión, titulares y ruido de facciones, cuesta mucho levantarlo.
La legislatura se está haciendo larga; entramos en año electoral y nadie va sobrado de apoyos. Por esta, y por otras razones, seguro que veremos abrirse las puertas de la Casa de las Brujas en los próximos meses.
La verdadera pregunta es cuándo volverán a cerrarse y si quedará alguien dentro entonces. Ruido de pasos. Sollozos. Silencio.