VALÈNCIA. Imaginemos que un partido de extrema derecha tuviese entre sus miembros más destacados a una persona de raza negra. Una persona de raza negra que no se limitase a militar en un partido fascista, no, una persona de raza negra que además fuese el más xenófobo, el más homófobo, el más estúpido. Un nivel de bajeza pocas veces visto, tan grande, tan desaforado, que acabase convirtiéndolo en una caricatura absurda. Bien, pues ahí tenemos a un personaje que podría haber sido escrito por John Waters, un bonito ejemplo de qué es el trash que él inventó y para qué sirve. Porque no existe nadie como el padre de Pink Flamingos y Hairspray para deshacer los límites entre lo aceptable y lo inaceptable. Nadie como él para darle la vuelta al calcetín -sucio- de la realidad y hacer que el imbécil lo sea con todas sus fuerzas y el inadaptado acabe convirtiéndose en un héroe al cual no querrías tener como vecino.
De asuntos como este versa el libro ¡Larga vida al Trash! El cine de John Waters como nunca te lo habían contado, puesto en circulación por la Editorial Dos Bigotes, casa especializada en obras de temática queer. Una mirada de lo más ilustrativa para acabar de comprender la obra de un director que ensalza lo repelente. Por supuesto, Waters proviene de eso que antes llamábamos underground, un ámbito en el que se cultivaba la rebelión artística a través de cualquier medio. Waters no se limitó a plasmar su cosmos homosexual en sus películas -algo que a finales de los sesenta y principio de los setenta no era habitual-, sino que lo explotó a bombo y platillo, como solamente se puede hacer cuando la estrella de tus películas es una corpulenta drag que se hace llamar Divine.
¡Larga vida al Trash! cuenta con una serie de ensayistas –Esty Quesada, La Caneli, Alex Ander, o Javier Parra, que es también el encargado de la edición- que se ocupan de ir analizando la filmografía del director que puso a Baltimore en el mapa de lo cutre. A través de ese recorrido, vamos redescubriendo cosas que ya sabíamos o descubriendo otras que ignorábamos, lo cual no importa demasiado ya que la importancia de la obra y la postura de Waters multiplican su poder al ser contempladas desde la actualidad. Si alguien ha visto la fantástica serie The Boys –con ese bebé superhéroe cuya mirada láser es usada como arma letal para arrancarle la cabeza a un sicario- de qué estoy hablando. Valeria Vegas abre el libro con un texto que destaca la tendencia del director a utilizar estrellas de Hollywood o del tipo que sea, para convertirlas en elementos disruptivos solamente por aparecer en sus películas.
Lo hizo con Johnny Depp, que cuando protagonizo Cry Baby era un ídolo de la televisión juvenil. Lo hizo con mujeres a las que la implacable maquinaria industrial del espectáculo empezaba dejar de lado: Kathleen Turner – que con él pasó de símbolo sexual a asesina en serie-, Melannie Griffith –en Cecil B. Demented- o Edward Furlong –en Pecker-. Pero, sobre todo, se dedicó a rescatar descartes sociales de todo tipo y les dio un estatus estelar en su universo cinematográfico: Pia Zadora –considerada en su momento como la más lamentable actriz de la historia-; Traci Lords –que se hartó de hacer cine porno-, Patricia Hearst –rica heredera secuestrada por un grupo terrorista a los que acabó uniéndose- o Joe Dallesandro, el mito sexual masculino del cine warholiano.
De pequeño, Waters ya montaba teatros de marionetas con las que representaba historias impropias de un niño. Luego empezó a hacer amigos y a todos acababa metiéndolos en problemas porque su tendencia a salirse de los establecido era más fuerte que cualquier otro impulso. Hasta que descubrió a un grupo de gente que estaba a su nivel, el grupo de excéntricos que acabarían apareciendo en sus películas y que serían conocidos como dreamlanders, en honor a la productora que el propio Waters montó. “Estaba harto de ser una mala influencia para los demás y ansiaba conocer gente que pudiera ser una mala influencia para mí”, dijo cuando conoció a Divine. Aquello que en su momento, por muy hilarante que fuera, resultaba inadmisible, hoy ya forma parte de nuestra cotidianeidad. En su texto, Alex Mendíbil rescata una acertada cita de Hilario J. Rodríguez, que entrevistó al director en 2011 para el ABC Cultural: “Su obra resulta profética: lo trash es ahora la televisión de cada día”. Doce años después de aquella entrevista, lo trash ya no está solamente en la televisión. Está en las redes sociales, en la desfachatez con la cual algunos políticos y periodistas se inventan bulos, en el tarado aquel que se fue a asaltar el Capitolio ataviado con una cabeza de búfalo, en las bufonadas de Trump, en los vivaspañas sin venir a cuento de Abascal y sus secuaces.