En España, el voto es un acto emocional. Ahora bien, ese voto emocional, y también racional, ha tenido dos derivadas: si hay crisis económica, el elector acudía a la papeleta del PP como garante de que pondría las cosas en sus sitio; en cambio, si hay crisis territorial, el elector (sobre todo, de centro) acude al PSOE como equilibrador de la España periférica y del centrifuguismo de Madrid.
Este 17 de junio hemos asistido a la segunda vuelta de esas elecciones locales del 28M. Allí donde no hubo mayoría absoluta, los pactos ha equilibrado o reequilibrado las mayorías. O las han decantado. Pero es la primera vez que estas dos circunstancias no se dan. No hay crisis económica y la crisis territorial está, cuando menos, está adormilada.
Como dije en anteriores opiniones, quizás en estas elecciones locales, planteadas como una primera vuelta de las generales del 23J -sin que estuvieran convocadas- ha sido como una ola de malestar que ha recogido con eficiencia la derecha y la ultraderecha ante la desafección de la izquierda podemita y el desgate de Compromís. Hípermovilización versus apatía. No hay otra lectura en término de votos, y de pactos. Es verdad que el PP podría haber gobernado en muchos sitios en solitario, donde ha sido la lista más votada -de hecho, lo hará en las tres capitales de la Comunitat Valenciana-, pero en otros sitios ha optado por alianzas con Vox, con el riesgo que ello conlleva, como hemos podido ver esta semana con el pacto con los de Abascal para la Generalitat Valenciana. Cualquier cargo de Vox puede poner en un brete al PP. En 2015 se miraban los perfiles sociales de podemitas y compromiseros; ahora, la verborrea de los ultras.
Pero más allá de esa circunstancia, no menor, y cuyas consecuencias están por ver, la cuestión es que estas elecciones del 28M han acabado con el mantra de que la derecha gestiona bien; y la izquierda distribuye (o protege) mejor.
Lo habrán podido oír estos días: los alcaldes socialistas (o de Compromís) desplazados de sus alcaldías se van con balances positivos: menos deuda, más agilidad en el pago a proveedores; ciudades (en su mayoría) más amables; con más respeto a la diversidad, etc. Pero de nada les ha servido. Si la cosa ya estaba justa en 2019, ahora ha caído del lado del PP, con o sin el apoyo de Vox (salvo contadas excepciones); donde ha habido más holgura, lo han sorteado mejor. Y donde la izquierda ya no llegó en 2019, ahora le ha ido peor.
También fue recordado en esta tribuna en otras ocasiones: en esta cita, sacar una nota de 8 ó 9 -que me perdonen las nuevas generaciones; antes las notas eran hasta 10- no valía; había que sacar un 10, por tus votos, o con los de tus socios. De ahí los ejemplos de Elche o Crevillent para el PP, o de Ibi para el PSPV.
Por eso, este sábado, hemos visto unas investidura con los papeles cambiados: los perdedores, en su mayoría, haciendo gala de sus gestión; los ganadores, con ánimos de cambiar lo hecho. Como dijo esta semana Cristina Medina, ahora viene lo difícil. Y ver qué se puede hacer y qué no. Y ahí empieza la nueva realidad. Lo que parece claro es que ya no vale con hacerlo bien. Hay otros factores, más allá de una crisis económica o territorial. Lo emocional. Lo emocional mueve el voto.