Hace un año estábamos confinados en las trincheras infinitas de nuestros hogares. El pelo crecía, el pijama se cronificaba en nuestra silueta, el papel higiénico desaparecía de los estantes del supermercado como si los encuentros con el señor Roca fueran las únicas reuniones presenciales que se daban entre cuatro paredes. Nos conjurábamos para salir mejores, la propaganda institucional animaba a ello copando todas las portadas de los principales periódicos con el eslogan: “Saldremos más fuertes”.
Ni salimos más fuertes ni salimos mejores de lo que entramos. Más bien al contrario. Como no se cansa de afirmar Íñigo Errejón en la tribuna de oradores del Congreso, cada vez son más los españoles que recurren a antidepresivos o a otro tipo de medios para mitigar la angustia. Crisis existencial que complementa al profundo individualismo que asola nuestra sociedad. Perspectiva egoísta que para algunos representa, como señalaba Friedrich Hebbel, el único camino posible para persistir en el mundo. Orbe repleto de islas sin patria que coexisten conjuntamente, pero sin entablar vínculos entre ellas. Hemos extirpado de nuestra naturaleza el fin comunitarista sobre el que nos hemos inspirado durante siglos. Esa emancipación individualista tenga que ver quizá con el cada vez más habitual desarraigo de aquellos que se consideran ciudadanos de un lugar llamado mundo sin identificarse con ninguna patria común. Ese es el germen de todo nacionalismo periférico, de todo antipatriotismo. Todos aquellos que atentan contra la integridad de una entidad territorial lo hacen por el propio interés personal. No hay más que ver como Jordi Pujol y el resto de su tropa secesionista pretendían esconder su corrupción enarbolando la estelada.
Este aislamiento social provocado por el impulso de supervivencia del que piensa sólo en uno mismo se extrapola a diferentes aspectos vitales. Vemos como cada vez más personas deciden emprender el camino existencial en solitario sin acomodarse en un núcleo familiar o sentimental amparándose en una libertad aparente. Hasta canciones enaltecen este modelo con estribillos pegadizos alentadores de que la soltería está de moda. Luego se encuentran los que con un modelo tradicional excluyen indirectamente a su pareja del círculo familiar dándole un tratamiento amistoso cuando en realidad se trata de la familia política. Quedamos con nuestra compañera como si fuera una colega más. Amiga con derecho a roce. Eso es lo normal. De hecho, cuando uno tiene un trato fraternal con sus suegros es considerado anómalo y precipitado. No reflexionan sobre la posibilidad de que quizá están siendo víctimas de ese individualismo cultural que destruye todo a su paso empezando por la familia.
Ya dice José Pedro Manglano que hay parejas que juegan a ser novios, pero en realidad no lo son. Caemos en el pensamiento deshumanizador que nos distancia incluso de a quienes en teoría más queremos. No somos culpables, más que eso somos un daño colateral de lo que quiere el sistema. Pretenden devastar todo signo de pertenencia para que seamos vulnerables ante el adoctrinamiento y la manipulación, por eso ansían destruir la unidad familiar. Familia que no solo quiere ser destruida por el comunismo sino también por el capitalismo. Mientras el primero desea generar una excesiva dependencia de las personas del Estado, el segundo pretende utilizar al individuo como un medio de producción. Para ello ambas ideologías deben excluirnos de cualquier círculo con el fin de ser manipulables.
Durante esta pandemia ha sido curioso ver cómo los sanitarios se manifestaban ante la inmensa presión hospitalaria mientras pedían el confinamiento total de la población. Dichos ruegos eran compresibles en determinados momentos de la crisis sanitaria teniendo en cuenta que se tuvieron que proteger con bolsas de basura como consecuencia de la falta de medios.
Sin embargo, pasada la primera ola, los miles de profesionales han protestado, -sé que por esto me van a llover críticas-, por hacer su trabajo, por cuidar a los enfermos asolados por la Covid-19. ¿Se imaginan a un bombero indignado por apagar un infernal incendio en un bosque o a un soldado crítico con tener que ir a una guerra? Es surrealista. Este tipo de comportamientos manifiestan hasta donde ha calado el individualismo del que hablo. Hemos perdido tal sentido de pertenencia que no somos capaces ni de comprometernos con causas justas. “Acabo de firmar un contrato para publicar un libro dentro de un año… No me he comprometido tan a largo plazo con algo en la vida”, decía orgulloso en un tweet el consultor Nacho Corredor. Para que vean hasta donde hemos llegado. Si proliferan los trasfuguismos en política, los cuernos en la pareja o la corrupción en las administraciones es porque el individualismo ha inundado todas las parcelas de nuestra realidad.
No hay océano para tantas islas ni comunidades para quienes se niegan a vivir como ermitaños.