Escribe todos sus reportajes con viñetas, Jess Ruliffson cree en el cómic como medio para hacer periodismo. Su gran obra, Invisible Wounds, es lo que pretende. Tratar de acercar la figura de los veteranos de guerra no para juzgarlos, sino para comprenderlos. Es una colección de testimonios en primera persona de ex marines que aborda temas tan dispares como la homofobia, el suicidio y el estrés postraumático con un enfoque aséptico, pero con una fuerte carga emocional inevitable
VALÈNCIA. Del periodismo y los cómics se ha hablado mucho, en muchos foros, con la intención fundamental de darle brillo a las viñetas por la vía del prestigio. Si partimos de la base de que la viñeta no es más que un lenguaje, no hace falta destacar que sirve para hacer periodismo, porque es obvio. El periodismo es multiformato, se vale de la radio, del papel, de las televisión, de las webs, de las redes sociales y un largo etcétera.
Lo que es cierto es que la viñeta es un espacio poco objetivo en el sentido de que el dibujo es ya, de por sí, una interpretación. Por eso el valor periodístico de las viñetas guarda mayor relación con el de los testimonios. Con este lenguaje se enriquece una expresión subjetiva, la cual, en relación con otras versiones, nos puede acercar al hecho contrastado, que es, ese sí, el fin último del periodismo.
Evidentemente, se puede ilustrar un reportaje escrito que ya contiene múltiples versiones y tratar de acotar los hechos demostrables. Sin embargo, la neutralidad debida del redactor, en mi opinión, está reñida con la interpretación artística que supone el dibujo, aunque no sea imposible. Si bien es cierto que, actualmente, la figura del periodista comprometido se defiende incluso más que la del que presenta una serie de hechos al lector sin involucrarse en ellos, si es que alguna vez ha existido este perfil fuera de las agencias.
Al margen de estas consideraciones, me ha llamado la atención Invisible Wounds, editado por Fantagraphics en 2022. Particularmente, porque viene muy al hilo del falso dilema que se está presentando en la sociedad española de que apoyar la legítima defensa de Ucrania frente a la invasión fascista que sufre supone un deseo de ir a la guerra o de que otros lo hagan en tu lugar. En muchas décadas, desde que se acabó el servicio militar obligatorio, poco se ha reparado en el hecho de tener que jugarse la vida como profesión. Antes, por obligación; ahora, por un salario -no demasiado generoso, además.
El ejemplo más ilustrador de los ejércitos profesionales lo tenemos en Estados Unidos. Sabemos que es algo que se puso en marcha para detener la contestación lógica a las intervenciones bélicas que ocasionaba (la política de España en el siglo XX viene marcada precisamente por ese fenómeno a raíz de la Guerra de Marruecos y la de Portugal, nuestro vecino, unas décadas después pasó por exactamente el mismo problema), pero también para aumentar la eficacia de una institución marcada por la corrupción y el tráfico y consumo de drogas. Actualmente, los servicios a los que se tiene derecho en el ejército de EE.UU. hacen que tomar el camino de las armas sea una opción atractiva para muchas personas, en un país donde los cambios sociales derivados de los desequilibrios económicos son brutales y se les ponen pocos paños calientes.
La autora de la obra, Jess Ruliffson, que cree en el periodismo en viñetas, ha reunido testimonios de soldados de Irán y Afganistán. Para llevarlo a cabo contó con la colaboración del Proyecto Joe Bonham, que le facilitó la entrada a hospitales militares donde tuvo acceso a esta serie de testimonios, que quizá en otros contextos hubiesen sido más difíciles de conseguir.
La motivación de la autora vino por querer entender a sus compañeros de estudios, que muchos se habían ido a la guerra. Ella se sentía al margen de lo que hacían, pero luego fue consciente de que estos debates transcurrían por vías muy generales e ideológicas y era difícil encontrar las vivencias o situaciones personales de los verdaderos protagonistas. De alguna manera, quiso romper los clichés de que los militares de su país respondían a un perfil que ella denomina “unidimensional” de amantes de las armas musculados con poco cerebro.
En las primeras páginas encontramos lo que perfectamente podría ser el inicio de una película en una plataforma de éxito. Un soldado regresa de su destino a su casa, que está en Long Beach, Mississippi, que acaba de ser arrasada por el Katrina. Las mismas ciudades bombardeadas y destruidas que había visto durante sus meses movilizado, ahora era el paisaje de su hogar.
Encuentra un trabajo y trata de convivir, pero se siente distante de sus amigos. No se divierte en las fiestas y le empieza a obsesionar pensar que hay gente que, como él, han ido a morir por ellos mientras beben y se lo pasan bien indiferentes a esos conflictos. Al mismo tiempo, también le pesa la destrucción llevada a cabo en Irak, donde había estado destinado, por su ejército. Prueba con la religión, pero no encuentra consuelo. La mezcla de patriotismo y sacristía estadounidense le recuerda, precisamente, al yihadismo al que ha estado combatiendo. Son muchas paradojas.
Es la historia menos traumática y, a la vez, la más repetida. La del que vuelve desengañado y roto por dentro e intenta vivir como puede. Las que siguen tratan temas más duros, como los abusos entre soldados dentro de los cuarteles. Una muy impactante es la de Maurice Decaul, que cuenta que desde niño quiso enrolarse en el ejército, desde que vio desfilar a los marines cuando tenía cinco años. Le pilló el 11S en el campamento, muchos de sus compañeros eran hijos de bomberos. Lo sentía muy dentro, pero en Irak, el hecho de escuchar a compañeros que podían robar a civiles (que muchas veces iban con altas cantidades de dinero al contado) y que se les podía meter cuatro tiros, que nadie se iba a dar cuenta, le marcó. En casa, en lugar de ser policía, como tenía pensado al regresar, se hizo escritor.
Lo que más me ha llamado la atención de la obra es cómo, a partir del testimonio de veteranos de guerra, no solo se toma el pulso a ese gremio, sino a toda la sociedad estadounidense. Estas historias sirven para hablar de homofobia, suicidio, salud mental… muchos problemas que no son exclusivos del ejército estadounidense. Aunque lo que prevalece es el trauma que pude suponer servir en la guerra.
Generalmente, el enfoque compartido de todas ellas es la dificultad de volver a la vida normal cuando, por diversas razones, se ha dejado de ser persona en la guerra. Es fácil tachar, como dice la autora, a todos los marines de psicópatas nacionalistas. Pero, en contra de los determinismos y prejuicios a los que nos aboca una sociedad cada vez más individualista, esta obra sirve para comprender a otros seres humanos. Especialmente, cuando es tan amplio el número de soldados estadounidenses que lo han sido para ganarse la vida –y acceder al sistema sanitario- cuando tenían pocas opciones más.