Llamarse Felisa y medir poco más de metro y medio son cosas del siglo pasado. No del anterior. Del otro. Llevamos un siglo y diez centímetros de retraso. Este es ahora un país de Valerias y de Noas que superan con facilidad los 163 centrímetros. Las que nunca veremos el mundo desde esa altura somos una especie en vías de extinción. Nadie piensa en nosotras. La selección natural nos ha dejado tiradas en las cunetas. El otro día subí a un autobús urbano en Alicante diseñado para “urdangarines”, de esos que no pisan en su vida el transporte público. La inmensa mayoría de las usuarias eran mujeres que apenas podíamos agarranarnos a la barra superior para no descarrilar en la primera curva. Somos bajitas pero equilibristas. Si sobrevivimos al viaje es porque tenemos el centro de gravedad muy bajo, que si no...
La obsesión por construir una sociedad a la altura de nuestras expectativas más que a la de nuestras necesidades se extiende más deprisa que los bulos. Solo a alguien con una mirada muy androcéntrica se le ocurre colocar los armarios superiores de las cocinas en un lugar inalcanzable para todas esas felisas que necesitamos un taburete como animal de compañía. Taburete arriba, taburete abajo, nos ahorramos la cuota del gimnasio. El mío va corriendo por toda la casa porque las llaves de paso del baño también las han instalado cerca del techo. Y en los aseos de los restaurantes les ha dado por subir los espejos para que las bajitas seamos invisibles. Invisibles del todo. Que no nos podamos ver, vaya. Yo quise pintarme los labios pero solo acerté a vislumbrarme el flequillo. Eso sí, no nos negarán que somos la salvación de la industria auxiliar de la moda. Las costureras viven de subirnos los bajos de los pantalones y acortarnos las mangas de las camisas. El precio que pone en las etiquetas de la ropa es mentira porque nosotras tenemos que sumarle lo que cuestan los arreglos. Exigimos una rebaja fiscal, una cuota para las felisas, ya. Y que los productos más económicos no los pongan en la parte superior de los lineales de los supermercados. A más de una he visto yo bajar una caja de galletas estratosférica blandiendo una barra de pan a modo de gancho extensor.
Los hombres bajitos también se llevan lo suyo. No quiero ni imaginarme lo que debe ser entrar a un urinario público y encontrarte que tus genitales se quedan un palmo por debajo del inodoro de pared. O tener que acudir a zapaterías infantiles para encontrar tallas por debajo de la 40. Y lo de los bares es un horror. Para sentarte en un taburete de la barra hay que ir provista de un kit de escalada, no tener vértigo para permanecer con los pies colgando al borde del abismo y prepararte para bajar en paracaídas sin hacer el ridículo. Quienes pueden mirar de tú a tú a los vikingos de 1,80 sin desconyuntarse el cuello no se imaginan lo que es vivir en una gymkana permanente. Queremos ingenieras bajitas que construyan coches para no tener que empotrarnos el volante en el estómago si queremos apoyar dignamente el pie el embrague.
Pero no todo va a ser malo para esta pléyade de bajitas que nos pasarnos el día de puntillas para salir en la foto de un país que ha crecido más a lo alto que a lo ancho, como la mala hierba. Tenemos algunas ventajas. Podemos ser las jefas del CNI. O candidatas a que Monedero nos dé lecciones de democracia apoyándose en nuestros hombros. O colarnos por por la puerta pequeña del Imaginarium.