En cuanto puse una rueda en la Cantera supe que no era un día cualquiera. Y no solo porque tuviera la agenda repleta de citas ni por el placer de llevar a mi hija desparramada junto a mi en el asiento del copiloto, cosa muy poco frecuente desde que el carné de conducir encontró hueco en su cartera. Ese jueves de mayo debía de ser especial porque la fachada litoral de Alicante se había metamorfoseado. En el lugar del horizonte donde se avista habitualmente el cabo de Santa Pola habían surgido como por arte de magia unos cuantos islotes muy blancos y muy altos. Como si algunas de las urbanizaciones que flanquean la bahía se hubieran desgajado de la línea de costa durante la noche para arrimarse al centro de la ciudad por vía marítima. “Son los cruceros mamá, que ya han llegado - me informó la niña, muy al quite de la actualidad a golpe de móvil - así que hoy debe estar el centro petado”. Pues mira qué bien, para una mañana de diario que bajábamos a Alicante nos íbamos a tener que abrir paso a empujones porque diez mil turistas desplazándose en manada levantarían mucha polvareda por donde pasaran. El objetivo era darles esquinazo aunque el colapso de tráfico antes de llegar a Juan Bautista Lafora y la nutrida presencia policial en las calles ya corroboraban mi sospecha inicial de que no era iba a ser un día cualquiera.
Primera parada. Párking de La Montanyeta. Colas para entrar. El tráfico pesado del exterior ha contagiado el espacio subterráneo. Encontrar un hueco verde entre un laberinto de bombillas rojas hace perder los nervios a más de uno que expresa su mal humor vociferando con el claxon. Segunda parada. Centro de especialidades de la calle Gerona. Despejado. Han arreglado las vías de acceso pero cuando te sumerges en las tripas de los pasillos y las consultas se percibe la estrategia del postureo. Imposible esconder los estragos del tiempo, los recortes y el tufo a Instituto Nacional de Previsión que desprenden los bancos de madera de la sala de espera. Techos y paredes desconchadas, persianas rotas, cables sueltos. La atención, sin embargo, es exquisita. El factor humano siempre como último recurso contra el hundimiento de la casa Usher. Tercera parada. Plaza Nueva. Operación desayuno. Reencuentro feliz con una compañera. Antes elaboraba noticias. Ahora las vende por las mañanas. Por las tardes, desde que han abierto el acuario, vende chuches. La veo más relajada. En la plaza hay sitio para desayunar al aire libre. Nada de cruceristas. Menos mal. Mesa para dos. Flores, vajilla romántica, bollería recién hecha. Un desayuno hellokitty para dos princesas hambrientas. Sin embargo, la dulzura de los croissants se torna en acidez al pasar frente a la puerta de Cáritas donde una cola de personas aguarda en la acera a que abran las puertas. Quizá para desayunar. Mi hija y yo nos miramos sin decir nada. No hace falta. Ambas sabemos que nuestra experiencia hellokitty ha sido un paréntesis, una ficción edulcorada en una mañana soleada de mayo donde la realidad puede descargarte un chaparrón en cualquier esquina. Menos mal que los cruceristas estaban a salvo de estas inclemencias del tiempo. El ayuntamiento les había traído paraguas. @layoyoba