El mecenazgo basado en deducciones fiscales nunca ha llegado a despegar del todo en España. Sin embargo, un informe reciente asegura que la pandemia ha intensificado el interés del capital privado por participar activamente en el desarrollo de proyectos culturales capaces de demostrar con cifras tanto su sostenibilidad financiera como su impacto en la sociedad
VALÈNCIA. Las artes escénicas y la música clásica tienen ante sí un panorama prometedor para acceder a nuevas formas de financiación. Empresarios e inversores privados están más dispuestos que antes a invertir en la industria cultural desde fórmulas diferentes al mecenazgo clásico y el patrocinio. Forma parte de una tendencia global que los analistas conocen como “economía de impacto”, en virtud de la cual las decisiones sobre dónde invertir dinero no solo responderían al binomio de rentabilidad económica y riesgo, sino que también tendrían en cuenta la capacidad de transformación de la sociedad que puede generar un proyecto cultural concreto. Se apoyan para ello en la evidencia científica de que los sectores culturales y creativos tienen efectos sobre la productividad, la propensión a la innovación, la humanización y adaptación del modelo tecnológico, la salud y el bienestar de la ciudadanía.
Según la publicación Observatorio Inverco 2021, el 45% de las gestoras de fondos de inversión en España han percibido un mayor interés por este tipo de proyectos a raíz de la pandemia. Los activos bajo gestión de inversión de impacto han experimentado un aumento significativo en los últimos tres años, hasta alcanzar los 2.378 millones de euros en 2020.
Otra de las oportunidades que se abren para el sector en estos momentos tiene que ver con el fondo de ayudas impulsado por el Gobierno para compensar el impacto que ha tenido la pandemia en el sector de las artes escénicas y los espectáculos de música en directo. El Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia tiene consignada una partida de 350 millones de euros con el objetivo de revalorizar la industria cultural durante los próximos tres años.
Estas son algunas de las conclusiones que leemos en el reciente informe El valor de la cultura. El papel de las Artes Escénicas y la Música Clásica en la economía de impacto, realizado por la consultora EY y la Escuela Superior de Música Reina Sofía. Un documento que, en suma, anima a “establecer esquemas de colaboración triangular entre mecenas, patrocinadores, inversores y entidades culturales, con el apoyo del sector público como elemento transversal”.
“Es cierto que ahora hay una mayor predisposición a reducir el margen de beneficio económico si el proyecto cultural demuestra que tiene algún tipo de capacidad transformadora -explica Pau Rausell, director de la Unidad de Investigación en Economía de la Cultura (Econcult) y profesor titular de Economía Aplicada en la Universitat de València-. Ahora, por ejemplo, se tiene en cuenta favorablemente el hecho de que un proyecto esté alineado con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas. Digamos que la fórmula ha mejorado, pero seguimos dentro de los márgenes del capitalismo, así que la esencia de crecimiento y obtención de beneficios permanece. La economía de impacto no significa que los inversores estén dispuestos a perder dinero”.
El informe de EY citado anteriormente enumera una serie de consejos para ayudar a las entidades culturales, tanto públicas como privadas, a atraer inversores que mejoren su solvencia y amplifiquen sus posibilidades de crecimiento. Básicamente, se requiere que se busquen modelos de negocio sostenibles, que profesionalicen sus equipos con expertos en gestión, digitalización y captación de fondos y, sobre todo, que aprendan a medir y explicar con cifras el impacto social de su actividad. Pero, ¿cómo se miden de forma objetiva aspectos como la “rentabilidad social” o la “visión de futuro”?
Econcult es una de las unidades de investigación que lidera a nivel europeo el desarrollo de herramientas métricas que ayudarán en el futuro a entidades culturales a atraer este tipo financiación, que habría que distinguir de la del patrocinador (cuyo objetivo es la visibilización de su marca, pero no entra directamente en la gestión de la entidad) o la del mecenas tradicional al estilo de la Fundación Hortensia Herrero o la Fundación per Amor a l’Art, que se centra principalmente en el desarrollo de proyectos filantrópicos propios en campos en los que sus promotores tienen interés personal.
“A nivel de investigación, estamos inmersos desde hace años en un proyecto europeo para tratar de medir parámetros de impacto como la cohesión social o el impacto en la salud o la participación democrática. Este tipo de métricas son muy importantes para que las entidades culturales puedan demostrar a los inversores que tienen verdadera capacidad transformadora. El problema con la cultura es que muchas veces se exageran este tipo de factores sin ninguna base objetiva, y eso retrae a la inversión privada, porque al final no son más que palabras”.
Paralelamente, esta unidad de investigación universitaria está desarrollando una nueva metodología en el marco de la Capital Mundial del Diseño València 2022 que sirva como estándar para el futuro. “Lo habitual y lo más sencillo es evaluar el impacto económico de un evento de este tipo en la economía local. Pero nuestro trabajo se centra sobre todo en crear un sistema de evaluación que mida cuestiones como el impacto medioambiental, la participación urbana, la percepción de la ciudadanía sobre el diseño”.
“En términos generales, el mecenazgo clásico no funciona en España. Aquí, a diferencia del mundo anglosajón, la gente no promueve la cultura por razones fiscales y de reconocimiento social -opina el profesor Pau Rausell-. De todos modos, en mi opinión este tipo de mecenazgo tiene algo de trampa. Existen deducciones fiscales de más del 50 por ciento, que es muchísimo. Pero en realidad, este tipo de deducciones las estamos pagando entre todos a través del Estado. Entonces, si lo pagamos nosotros, ¿no será mejor que seamos nosotros los que decidamos dónde queremos que vaya el dinero?”.
Los grandes proyectos de mecenazgo se han concentrado tradicionalmente en grandes centros urbanos, y València está todavía a mucha distancia de ciudades como Barcelona o Madrid. Sin embargo, matiza Rausell, “aquí están pasando cosas bastante singulares que no nos posicionan mal con respecto a otras regiones”. “En los últimos años se ha producido un crecimiento del mecenazgo tradicional liderado por el entorno de Juan Roig y concentrado alrededor de varias familias. Porcelanosa, por ejemplo, también está buscando ahora mismo proyectos culturales en los que invertir. En este sentido se ha producido un cambio significativo en la sociedad valenciana. Antes de 2007, aquellos que se hicieron ricos invertían su dinero en gastos suntuarios, como yates y esas cosas”.
Además, continúa Rausell, ahora hay una nueva generación de inversores que tienen otra perspectiva; quieren que parte del retorno se traduzca en beneficios sociales en bienes públicos. “El grupo de jóvenes inversores que está detrás de la reconversión cultural del Convento de la Trinidad son un ejemplo de esto. También los promotores del espacio sociocultural Convent Carmen -clausurado por un conflicto de licencias con el Ayuntamiento de València- o el proyecto de La Alquería del Pi”. Rausell hace hincapié en un hecho: “Hemos de tener en cuenta que la cultura es más volátil, pero si sabes evaluar los riesgos y tienes conocimientos de gestión, puedes conseguir rentabilidades muy altas, por encima de la media de otros sectores económicos”.
El informe de EY publicado esta semana señala algunas debilidades de la industria cultural española que pueden dificultar la atracción de inversores privados. Uno de ellos es la atomización del sector, lo que lo hace vulnerable en épocas de crisis. En 2019 España tenía 127.581 entidades dedicadas al sector cultural, el 67,6% de las cuales son empresas sin asalariados, el 26,1% de pequeño tamaño, de 1 a 5 trabajadores, el 5,7% tienen de 6 a 49 asalariados y el 0,5% restante son empresas de mayor tamaño, de 50 asalariados en adelante. Además, estas empresas se concentran en las comunidades autónomas de Madrid (21,6%), Cataluña (19,9%), Andalucía (13,4%) y Comunitat Valenciana (9,9%). “Tradicionalmente, la pirámide de los sectores culturales está muy descompensada -explica Rausell-. Hay una base enorme de empresas de muy pequeño tamaño y unas pocas de gran tamaño; es decir, no hay clase media. Y eso no es bueno porque implica precariedad y fragilidad. En cuanto sopla un poco de viento, desaparecen”.
Por otra parte, el estudio señala la necesidad de “aflojar” las rigideces burocráticas y la desconfianza mutua entre el sector privado y el público, sobre todo cuando se trata del ámbito de las artes escénicas y música clásica, y en particular cuando hablamos de grandes infraestructuras como el Palau de les Arts o el Palau de la Música. En el sector audiovisual, sin embargo, las iniciativas de colaboración público-privada están mucho más normalizadas. “Son otro tipo de instituciones públicas más flexibles y abiertas, como el Espai La Granja, las que están empezando a introducir cambios interesantes”, opina este profesor de la UV. El centro de investigación de danza contemporánea que dirige Guillermo Arazo desde Burjassot está vinculado a un proyecto europeo -financiado tanto por capital público como por empresas privadas- para crear nuevas experiencias de danza inmersiva que integren nuevas tecnologías. Esta línea de investigación internacional tiene como objetivo crear espectáculos innovadores con potencial para abrir la danza a nuevas audiencias y generar rentabilidad económica, lo que, en consecuencia, acercaría la financiación privada a las compañías.
Buscando un corolario para todos los argumentos expuestos anteriormente, surge una pregunta obvia. Si existe la posibilidad de generar proyectos culturales públicos sostenibles económicamente y con impacto social, ¿por qué no se implementan directamente desde la política cultural? ¿Es una cuestión de falta de presupuesto o de visión estratégica? Una tribuna abierta publicada en 2020 en el elDiario.es y firmada por Pau Rausell, Juan Pastor y Roberto Gomez de la Iglesia -Econcult, Fundación Alternativas / Conexiones improbables (País Vasco) y Red de Industrias Creativas (Madrid)- nos daba una posible respuesta: “Los objetivos de la política cultural han fracasado y no se ha planteado ninguna revisión mínimamente plausible (...) La política cultural hoy en Europa es, quizás, la política pública no solo más ineficiente e ineficaz, sino también la que tiene menos efectos redistributivos (...). Las políticas culturales y de fomento de la creatividad siguen centrándose más en el cemento o en las estructuras y menos en desarrollar las capacidades y habilidades creativas y culturales de las personas. Y la razón de esta disonancia, probablemente tenga que ver con la aversión al riesgo y con la falta de liderazgos claros, de poder efectivo y, quizás, con la falta de foco de la clase política”.
Tres proyectos valencianos trabajan en la recuperación activa del ‘archivo cultural de los iaios’, en un intento por preservar sus saberes y su memoria en diferentes contenedores culturales. Andrea Parra elabora una tipografía inspirada en la letra de su abuela: Josefa Font; desde Jocs, contes i cançons graban los saberes de los mayores para transformarlos en un documental, y gracias a Botàniques de l’àvia los saberes sobre agricultura están a salvo y se enseñan de nuevo