La noche de San Juan en la prosa de Rafael Altamira: “No hay alicantino de pura raza que prescinda, a poco que se respete, de festejar como es debido la noche de San Juan”
ALICANTE. En 1907 Rafael Altamira Crevea (Alicante, 1866 - México 1951) al prologar su obra Fantasías y recuerdos, editada en Alicante en 1910, anunciaba su despedida de la literatura amena. Estructurada en tres partes, la primera lleva por título De la terreta y se inicia con el relato Noche de San Juan, publicado originariamente el 22 de agosto de 1898, en el periódico madrileño El Imparcial. Un relato que proporciona interesantes referencias del Alicante de finales del siglo XIX y nos sumerge de lleno en el ambiente que se respiraba en la ciudad la noche del 23 de junio.
La víspera de la festividad de San Juan era una fiesta popular en el Alicante decimonónico. El escritor Antonio Chápuli Navarro, bajo el seudónimo Pepín, escribía en El Graduador, en junio de 1882: “¡Cómo nos distraen los mil detalles del tradicional festejo que aquí llaman prendre el ros! Los disparos continuos de los cohetes; las alegres comparsas de muchachas y jóvenes y viejos, que recorren las calles y se dirigen a las afueras de la población, y, en particular, a orillas del mar tranquilo; los mil resplandores de las chispeantes hogueras, a cuyo alrededor bailan y danzan las jóvenes parejas del pueblo, estimulando el apetito, para devorar más tarde las tradicionales tortas, los cantos populares, acompañados por el alegre son de la rasgueada guitarra…”. La expresión Prendre el ros, alude a la creencia popular de los beneficios que se obtenían por exponerse al rocío la madrugada del día de San Juan, entre ellos el de conservar la juventud.
Altamira escribe en 1898, pero en su relato no faltan referencias al pasado. Tampoco a la marcada estructura social de la época: “Años hace, todos, pueblo y señorío, cumplían la histórica costumbre de comer al aire libre, entre hogueras y cohetes, la rica torta de dorado hojaldre, rellena de atún o de merluza, de pimiento y tomate fritos. La burguesía se aparta cada día más de esta fiesta y come la torta en casa, sobre manteles, a la hora de la cena; o bien —como honesta transacción— en el terrado, bajo el cielo reluciente de estrellas. El pueblo, en cambio, acentúa cada año más la fiesta y le añade más bullicio”.
El relato de Altamira deja claro que, a fines del siglo XIX, la fuerza de la tradición se imponía a los decretos de la autoridad y desafiando sus mandatos, el pueblo “encendía por doquier hogueras y lanzaba al viento cohetes y globos”. Curiosamente, los bandos prohibiendo estas diversiones se mantendrían hasta 1927, desapareciendo con el nacimiento de la fiesta de Fogueres de Sant Joan de la mano del gaditano José María Py.
La animación y el ruido crecían conforme entraba la noche en la ciudad y su puerto. Son interesantes las descripciones urbanas y referencias geográficas que, desde el muelle de Levante, realizan algunos de los protagonistas del relato de Altamira. Así, al llegar al muelle, débilmente iluminado por “una línea de faroles de gas”, dos de ellos, después de haber ingerido bastante vino de la Condomina en una taberna cercana, se ven obligados a sortear “las grandes masas de pipas de vino, de lingotes de plomo y vigas de madera, recién desembarcadas o aguardando embarque”. Ambos se detendrán “al llegar frente al mareógrafo”, instrumento que había sido instalado unos años antes, en 1870.
En un momento dado de la noche, desde lo alto del murallón del muelle, varias personas, mientras aguardan a que llegue el momento de cenar, escuchan sonar las “horas en el reloj del Ayuntamiento, y del lado de Tabarca parecieron responder con campanadas de sordo timbre”. Desde este mismo lugar, “los mecheros de gas del paseo de los Mártires dejaban adivinar la doble calle de palmeras que lo forma”. Es la Explanada decimonónica. Mientras, “por Levante, muy cerca del cabo de la Huerta, apuntaba la luna […] y por el boquete que media entre el castillo y los cerros de la Cantera y San Julián, veíase confusamente la masa más oscura de Aitana”.
En el relato de Altamira sobre la nit de Sant Joan cobran protagonismo tres elementos: el fuego (hogueras y pirotecnia), la música y la gastronomía, todo ello situado en el contexto de una tradición en la que la cena y la degustación de determinados alimentos (la coca amb toñina, a la que Altamira denomina “torta” y “coca de atún”), alcanzan un fuerte simbolismo y ritual. Son los elementos que, unos años antes, en 1883, aparecen en una noticia insertada en La Unión Democrática: “Ha pasado la verbena de San Juan, con su estruendoso ruido y sus hogueras, y sus tortas o coques en toñina. […] Es la noche de danza y de pendre el ros”.
La víspera de San Juan era noche de hogueras y cohetes. De las primeras nos dirá Altamira que había costumbre de saltarlas, especialmente entre la juventud. El material que ardía, paja y esparto, llenaba la ciudad de “un humo pesado y acre”. En cuanto a la pirotecnia, menciona que, por los alrededores del mercado, entonces situado junto a la puerta del mar, “menudeaban las carretillas y los petardos”. También que “en los balcones, encendían los chiquillos luces de bengala”. Los fuegos de artificio se disparaban en diferentes puntos de la ciudad. Desde el puerto “hacia el Babel, veíanse a menudo rastros luminosos de cohetes, mientras en lo alto de Santa Cruz, disparaban voladores y remontaban globos”.
Junto a la pirotecnia, la música desempeñaba también un papel protagonista en la nit de Sant Joan: “en las calles cruzábanse hombres y mujeres con músicas de guitarras y de bocinas”. El autor sitúa el bullicio en lugares concretos de la ciudad: “Empezaban a oírse en la Explanada toques de bocina, rasgueos de guitarra y gran charloteo de gente”; Un grupo de hombres y mujeres que se encaminaban a la farola de la bocana del puerto, por encima del murallón de la escollera, “comenzaron a cantar desacordes, con fuerte algarabía; pero muy pronto, el instinto musical de la tierra se impuso, regularizando el coro a dos voces. Un tenor de poderoso aliento elevaba sus notas por encima del conjunto, y el canto se perdía en la llanura del mar, sin ecos”. Música y pólvora estaban presentes incluso en algunas de las embarcaciones resguardadas en el puerto:
“De algún barco salían también músicas de acordeón y organillo, y en la proa de un vapor cercano brilló de pronto intensa luz de bengala verde, que iluminó la cubierta y el agua breves momentos”.
El tercer elemento presente en la celebración son los alimentos. “Moniato que no perdonaba la cena, recordó la sagrada obligación de ir a la punta del muelle y de comer la consabida torta”, razón por la que previamente acuden a “comprar en el horno de la Esperanza la más hermosa «coca» de atún que pudieron hallar”. Y este es el ambiente que se respiraba en el muelle: “Algunos, sentados en el suelo, desocupaban cestas y contaban chascarrillos. Al otro lado de la bocana, en la farola del contramuelle, sonaban también voces y risas”.
La preparación de la cena corría a cargo de las mujeres, que “preparaban la mesa sobre el banco”. Terminados los preparativos “las mujeres llamaban desde la farola. Bajaron todos y comenzó la cena”. Y al describirla, subraya con su prosa la fuerza del rito: “cena solemne en medio de su sensualismo, consagración de una creencia en que miles de generaciones han ido depositando la fuerza indestructible de su pensamiento y de su vida entera”.
Altamira concluye su relato con estas bellas palabras: “Del lado de la ciudad, como si la salida de la luna hubiese reanimado el bullicio, encendiéronse nuevas hogueras y sonaron otra vez las roncas bocinas, que tocaban a paz, a diversión, a fiesta alegre, saludando al estío ardoroso en que, como dice el refrán de la tierra, «todo el mundo vive».
En l'estiu, tot el món viu.