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del derecho y del revés / OPINIÓN

Es de justicia

1/11/2020 - 

En este escenario de pandemia sin fin en que nos encontramos, ser abogado significa asumir aún más dificultades de las habituales, en una profesión per se ya estresante y no apta para cardíacos. Una profesión con la que, en condiciones ordinarias, se puede convivir únicamente si la llevas muy adentro, pues de otra manera sería imposible hacerlo. De hecho, la primera definición del término profesión en el diccionario de la RAE es la de “acción y efecto de profesar”, que en nuestro caso se asemeja más a un sacerdocio, por el grado de compromiso que conlleva, que a otro tipo de oficios con una menor implicación emocional. Tal es la exigencia personal que nos supone a quienes elegimos en su momento hacernos letrados ejercientes y sentimos que éramos tocados con una especie de varita mágica, el día que juramos con nuestra flamante toga cumplir fielmente la Constitución, el Estatuto de la Abogacía y otras normas. En mi caso, la jura fue en Madrid ante el entonces decano Luis Martí Mingarro.

Es cierto que en toda familia hay sus ovejas negras, y la gran familia de la Abogacía española no es una excepción a esta regla, pero son la minoría. El grado de implicación con la profesión es por lo general altísimo en la inmensa mayoría de los compañeros abogados. Con los clientes y consigo mismos. Tan es así que, por lo general, sufrimos y nos alegramos, según el caso, con las penas y alegrías de nuestros representados, de manera que nos suele costar defender los asuntos como propios y perderlos como ajenos, como sabiamente me recomendaba que hiciera, en mis primeros años de ejercicio José María Valls Trives, un abogado lúcido y experimentado.

Hoy quería poner el acento en las enormes dificultades que representa para nosotros, los abogados, poder servir a nuestros clientes como nos gustaría en estos momentos. Somos el jamón del bocadillo, uno de los peces más pequeños de esa gran cadena alimenticia que la Administración de Justicia. Cualquier iletrado de la función pública se siente en disposición de hablarnos como le venga en gana y tenemos que armarnos de paciencia, con tal de no mandarlo a hacer puñetas y poder sacar nuestros asuntos adelante. Atados de pies y manos ante una Administración que está llegando a sus más altas cotas de incompetencia, nos sentimos desbordados ante un INSS, un Ayuntamiento o una oficina de Extranjería que no dan citas por causa de la pandemia, o que se demoran siglos. Algunas administraciones, ni aun con medidas de protección las dan. No atienden y ya está. Con dos narices. Frente a estas limitaciones, los abogados de toda España estuvimos al pie del cañón desde el primer momento del confinamiento, cumpliendo con nuestro deber de atender a los detenidos.

Capítulo aparte merecemos las abogadas, abandonadas a nuestra suerte en el momento de la maternidad. Creía que eran cosas de otro tiempo, como cuando yo iba a tener a mi primer hijo, hace dieciocho años ya. Entonces, un juez me citó a juicio para las fechas en que estaba precisamente previsto mi parto. Yo no podía disimular mi avanzado estado de gestación, porque mi barriga era un auténtico mascarón de proa. Sin embargo, ante mis quejas porque en la fecha prevista estaría recién parida, el caballero tuvo el gran detalle de aplazar un par de semanas el señalamiento. No hubo quien lo moviera de ahí.

Se ve que las profesionales de la abogacía no tenemos los mismos problemas con los pospartos que las demás mujeres. Hace unos días asistí a una situación semejante a aquella mía en mi actual despacho, que me la recordó. Una empleada de un juzgado reclamaba que una de mis compañeras, de baja maternal, acudiera a un señalamiento. Y nos despachó con una frase de lo más indignante, máxime siendo una mujer quien la pronunció: “¿Qué pasa, que la abogada no quiere trabajar?”. Mi respuesta es otra pregunta, ¿qué pasa, que las abogadas no tenemos derecho a ser madres? Ya va siendo hora de que se reformen las normas correspondientes y se nos permita alegar la baja por maternidad como causa justificativa indiscutible de los cambios de señalamientos y suspensiones. Creo que tenemos derecho a ello, por aplicación del principio de igualdad ante la Ley.

Lo más grave del conocido mal funcionamiento de los juzgados es lo que se demoran las causas, sumidas en un barrizal de leyes de enjuiciamiento mal planteadas y limitantes, asuntos que se apolillan en las estanterías, funcionarios desbordados o pasotas y jueces que no dan abasto a poner resoluciones. Hay que modificar las leyes y dotar de medios a la justicia, para que sea eficaz, rápida y verdaderamente justa, debiendo apostar por el arbitraje y la mediación en la resolución de conflictos, especialmente los de cuantías menores, lo que podría servir para desatascar los actuales procesos interminables. Una justicia tan lenta como la que tenemos no es justicia y los abogados la padecemos en primera persona tanto como nuestros propios clientes.

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