Quiera dios que no ocurra nada en casa y tenga que venir la policía científica a tomar nota de mis enseres. El ministerio del Interior no tendría bastante presupuesto para pagarles horas extras a los pobres agentes. Echando un ojo a la mesita del salón puedo reconstruir mi actividad cotidiana sin moverme del sofá. El mando de ONO, el mando de la TDT, el mando de la Smart TV, el mando del equipo de música y el mando de la calafección se desparraman por encima del tablero sin orden ni concierto. Tiempo atrás compré una caja para guardarlos todos juntos pero se resisten al cautiverio. No puedo meterlos en vereda porque en cuanto me descuido, ya están todos fuera. No sé cómo hacen en otras casas donde todo está en su sitio y parece que no viviera nadie.
Sigo con la inspección ocular. Pinzas de depilar. Un collar. Dos gomas del pelo. Un lima de las uñas y unas tijeras. Utensilios que vienen para un ratito y se acomodan. Algunos vuelven a su lugar de origen en la primera visita al cuarto de baño pero otros se convierten en okupas y es muy difícil desahuciarlos. Luego están los aperos del fumeteo. Dos paquetes de tabaco en uso y diez mecheros. Los cuento por si me he equivocado. Diez. La mayoría arrumbados porque no tienen gas o no tienen piedra, pero si los junto siguen dando el apaño unos días más. El cenicero de quita y pon no da abasto y se desplaza de un lado a otro de la mesa según las necesidades de los usarios. Al lado del cenicero observo el molde arrugado de un magdalena comida a destiempo como prueba fehaciente de un delito culinario. También veo un bote de pegamento aunque ignoro cómo ha llegado hasta aquí. Hago memoria. Es pequeño y se ha debido esconder debajo del tapete el día que mi hija se confeccionó su pancarta para asistir a la manifestación del 8 de marzo. Este sí que es un intruso de verdad.
Las últimas bocanadas de los resfriados familiares también se visibilizan en la mesita del salón sobre la que cae la tarde del domingo. Un pañuelo de tela y un paquete de papel. Recuerdo que durante la mañana he usado uno para enjugarme las lágrimas mientras escuchaba a Llach cantando “El núvol blanc” y lo dejé ahí encima por si luego tenía que llorar otra vez. Tres canciones después en mi lista de Spotify sonaría “Gracias a la vida” de Mercedes Sosa, que tiene el poder de activar mis glándulas lagrimales por control remoto. Junto al pañuelo hay una bosita roja de papel donde venía envuelto un broche que se me antojó el día anterior. El alfiler de pecho ya está en la solapa de una chaqueta pero la bolsa aún pulula por aquí. También hay otra caja. De madera. Vacía. Un bolígrafo. Un pendrive, con buena parte de mi vida en su interior. Y un cupón de la ONCE en el que tengo depositadas mis esperanzas de futuro. Cuando no confías que el esfuerzo y el talento te puedan sacar de los apuros, solo te queda encomendarte a la suerte.
Y por último, en el centro de la mesa y totalmente rodeado de pequeños enseres domésticos, aparece el lebrillo de barro portugués donde guardo piñas de pinos lejanos con los que me gusta decorar la casa en cuanto el cielo se viste de otoño. Debajo, un paño de croché que venía en el baúl de mi ajuar. Es un homenaje a mi madre, que lo hizo cuando aún se apañaba bien con las agujas. Y ya. El recuento lo anoté en un papel que hoy podría añadir a esta lista absurda que dice tanto de mi como si les hubiera abierto las puertas de mis bolsos. Para eso no hay espacio en esta columna.