VALÈNCIA. Extinguido el pavoroso incendio de la Marina es inevitable valorar todos y cada uno de los árboles que rodean la localidad cercana donde me encuentro. Hay pocas cosas más hermosas que un árbol y más tristes que su destrucción por las llamas. Cierto, este no es un artículo agradable de escribir pues trata de la destrucción. Los dos mayores enemigos para la cultura, y aquí me refiero a la cultura en su acepción más extensa, son la estupidez y el odio que, a lo largo y ancho de la historia, por acción u omisión se han manifestado en demasiadas ocasiones dando lugar a la desaparición de buena parte del patrimonio heredado, y el caso fortuito, que en demasiados fatídicos inStantes ha tomado la forma de pavorosos incendios enormemente destructivos. Por una vez, sin que sirva de precedente, estos días me hubiera gustado que se hablara más del inicio de la liga de fútbol, y no tanto del fuego que recorre vastos territorios naturales de la Comunidad Valenciana. El poder del fuego para destruir la belleza es infinito. En este caso de un entorno natural que en muchas ocasiones convive, hermanado, en íntima relación con el patrimonio artístico e histórico que acoge. Pienso en lugares emblemáticos en los que ambos patrimonios forman toda una imagen inescindible como El Castillo de Xátiva, la ciudad de Morella en el entorno de Els Ports, el pueblo de Guadalest en la Marina baixa, Los castillos islámicos de la Marina, La Cartuja de Porta Coeli en la sierra Calderona, el Monasterio de San Jerónimo de Cotalba, el Santuario de la Font Roja en medio de un extenso carrascal, el monasterio de Santo Espíritu del monte en Gilet, el desierto de las Palmas en Castellón, el monasterio de Santa María de la Murta en Alzira, o la propia Albufera de València etc.
No se me ocurre una mayor fuerza destructiva que el fuego y este año su diabólica capacidad para la devastación, la estamos sufriendo muchos valencianos, muchos de forma muy directa. Muy cerca de donde me encuentro, un pequeño pueblo de la Marina, han ardido las montañas y los valles como hacía muchos años que no se veía. Parece como si hubiéramos retrocedido un par de décadas. Mientras escribo estas líneas el viento sopla fuerte y racheado por el valle. Un día perfecto para pirómanos, descuidos o tormentas secas. En días como el de hoy, por estas tierras siempre estamos en un “ay…” y cada verano sin incendio en las montañas cercanas es un verano superado. Una vez más, cuando la tragedia hace acto de presencia nos provoca toda clase de preguntas. Hace décadas no lo hacíamos sobre el cambio climático y hoy es un asunto central. Hoy también nos preguntamos sobre el abandono del entorno rural sus “porqués” y sus consecuencias, las medidas preventivas para, al menos, paliar que los incendios se extiendan de esa forma tan desmesurada, y también la ausencia de infraestructuras sobre el terreno de cara a la extinción sobre las que no entraré porque no es objeto de estos artículos dominicales. Los antiguos bancales de piedra seca, declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, otrora ocupados por tierras de cultivo de secano como almendros, vides, olivos o algarrobos son ahora colonizados por el monte de pinos y el monte bajo mediterráneo tan propenso a que la llama se cebe con él. Dicho todo esto, ante todo, mi profunda admiración y agradecimiento a todas las personas que han intervenido estos días jugándose literalmente la vida como auténticos héroes anónimos.
Quizás suene un tanto exagerado pero el patrimonio histórico y artístico que nos ha quedado y que podemos estudiar y disfrutar, es el resultado de lo que el fuego como principal enemigo, ha dejado escapar. La nómina de edificios de toda clase, obras de arte, bibliotecas que han sido pasto de las llamas es incontable. El museo del Prado, siendo la primera pinacoteca del mundo, esta formado, en lo que respecta a las piezas provenientes de la colección real, por una parte de lo que quedó tras el tremendo incendio del Alcazar que en la Nochebuena de 1734 en el que ardieron más de medio millar de cuadros de los grandes maestros y que hoy colgarían de las paredes del museo. Si bien hoy en día los medios de prevención son mucho mayores en otras épocas y por ello se ha reducido el número de siniestros, también los peligros que acechan son nuevos. Recordemos que el último gran incendio sobre un bien patrimonial de relevancia mundial como fue el de la catedral de Notre Dame acaecido en el año se debió a una chispa en los trabajos de restauración que se estaban llevando a cabo en su cubierta. Una chispa como la que prendió uno de los telones del Teatro del Liceo y acabó literalmente con todo el edificio en uno de los días más tristes para la cultura española. El riesgo cero no existe, pero al menos las medidas preventivas modernas han permitido que se reduzcan las posibilidades de esta clase de desastres.
Todas las ciudades pueden contar su historia, aunque de forma parcial, a través de los incendios que han acaecido en ellas. València no es una excepción. Fuegos provocados por el descuido, el caso fortuito, pero también por el odio y la incultura. Hasta hace unas décadas la prevención brillaba prácticamente por su ausencia y la capacidad para hacerle frente a los siniestros era muy limitada. El hoy tristemente desaparecido Palacio de Mossen Sorell, uno de los más importantes de la València medieval, en la noche 15 al 16 de marzo de 1878 fue pasto de las llamas en un pavoroso incendio a lo largo de dos días, acabando prácticamente en ruinas. Su origen es incierto, pero parece que provino de un escenario de madera montado en la sala principal por el Ateneo Obrero, inquilino del espacio, que ensayaba una obra de teatro. El palacio ya no tenía su noble función y fue alquilado por partes a viviendas particulares e incluso a pequeños talleres de hilaturas, litografía y al citado ateneo.
Otros incontables incendios acaecieron en la ciudad a través de los siglos por causas más o menos fortuitas, pero cuando se habla de destrucción por el fuego en nuestro contexto cultural, en este caso por obra y gracia de la estupidez humana, no podemos dejar de mencionar la contienda Civil, un capítulo de nuestra historia que, tras la reconciliación, no conviene que olvidemos, precisamente para no volver a repetirlo. Si un bando dedicó sus esfuerzos destructivos por medio de los bombardeos aéreos indiscriminados sobre las ciudades (recordemos que el museo del Prado tuvo que ser evacuado ante la amenaza de la aviación alemana), el otro bando se cebó con el patrimonio religioso de muchas poblaciones de España.
Entre los días 21 y 23 de julio de 1936 fue la Catedral la que fue pasto de las llamas. Durante aquel fatídico año también ardieron la iglesia de los Santos Juanes, Santa Catalina, San Juan del Hospital, San Martín, San Valero de Ruzafa, Santo Tomás, o la ya inexistente hoy iglesia de San Bartolomé, de la que sólo nos queda como testigo mudo su campanario en la calle Serranos. El patrimonio mueble que llenaba las capillas de estos templos fue devorado por el fuego del odio. En el menos malo de los casos el patrimonio fue saqueado por la puerta trasera mientras ardía el otro extremo del templo, y al menos “salvado” de la destrucción. Idéntica suerte corrieron numerosas iglesias y conventos de localidades más pequeñas de las comarcas cercanas a la ciudad, lo que hoy queda patente cuando visitamos estos edificios. Hablaremos en otro momento de cuáles son los riesgos ciertos para el patrimonio, pero quizás hoy día la del fuego es la peor de las suertes que puede correr. Volviendo al principio del artículo de hoy, es decir, al patrimonio natural que en nuestro contexto geográfico es especialmente sensible a la acción del fuego, conviene que hagamos, tras lo sucedido estos días, una profunda reflexión acerca de si vamos por el buen camino ante un ya evidente cambio climático en ciernes.