VALÈNCIA. El hombre del norte se ha convertido en una de las películas más comentadas de las últimas semanas. Primero por las declaraciones del propio director, Robert Eggers, sobre la intervención del estudio en la copia final, a la que no tuvo acceso y, después, por la escasa recaudación que la superproducción ha tenido en su estreno norteamericano, algo totalmente esperable.
Se trata de la primera película de gran presupuesto que filma Robert Eggers después de dos películas de culto como fueron La bruja (2015) y El faro (2019). Ambas lo situaron entre los directores más interesantes del panorama actual gracias a un estilo muy particular. Su fascinación por el folclore, su tempo narrativo tenso y misterioso, sus atmósferas alucinógenas y su forma reinterpretar el género fantástico a partir del elemento sobrenatural. Es, sin duda, un creador atípico, magnético y radical a la hora de llevar siempre un paso más allá su universo y generar misterio y ambigüedad con sus propuestas.
Con El hombre del norte da un paso más allá a la hora de materializar todos estos elementos que hasta el momento habían caracterizado su cine. Es una película ambiciosa en todos los sentidos, también absolutamente kamikaze a la hora de abrazar un tipo de mainstream con el que evidentemente Eggers no conecta, algo parecido a lo que le sucedía a Darren Aronofsky en sus primeros grandes proyectos (véase La fuente de la vida). Pero en él siempre ha latido la dimensión épica, que ahora pone enteramente de manifiesto a través de una aventura mitológica que se adentra en la cosmogonía vikinga. De nuevo las raíces telúricas y mágicas cobran un nuevo sentido bajo su poderosa mirada, mezclando todas esas leyendas con el sudor, la sangre y la violencia bruta de los berserkers, los guerreros nórdicos que luchaban como animales en estado de trance y sin sentir el dolor.
El director quiso escarbar en la esencia de este mundo de forma profunda, por eso contó con el escritor (y amigo de Björk, que tiene un pequeño papel) Sjón Sigurdsson para la elaboración del guion que en realidad se basa en el mito medieval del príncipe Amleth, que más tarde Shakespeare utilizaría para componer su Hamlet. Junto a esta historia de traiciones y venganza, aparece toda la simbología del folclore nórdico: el árbol genealógico, el Yggdrasil, las valkirias, el rey Odín y el Valhalla, la tierra prometida para los guerreros que caen en combate y también los seidr (brujos) o las völvas (sacerdotisas), que ayudan a configurar toda ese aura psicótica y lisérgica que inunda la película.
En ese sentido, Eggers opta por una puesta en escena al borde del delirio a través de una planificación de extrema complejidad a través de largos planos secuencia, a modo de coreografías imposibles, que nos introducen de forma inmersiva en el caos de las batallas, componiendo set pièces de una majestuosa belleza espectral en las que juega con las texturas tanto físicas como esotéricas.
El hombre del norte es ante todo una experiencia hipnótica que nos conduce por un sinfín de sensaciones en las que late la locura expresiva. Es salvaje, es sucia, es sanguinolenta y visceral (como tenía que ser), pero de ella también emana una poesía sobrenatural. Una película imposible en estos tiempos, oscura, nihilista y que ofrece una mirada a la testosterona muy interesante, poniéndola de manifiesto explícitamente para después revertir los límites de la hegemonía masculina, abriendo paso a la mujer como soberana en un mundo de machos que no tenía ningún sentido, ni antes, ni ahora.
Se estrena la nueva película del dúo formado por Aitor Arregi y Jon Garaño, un arrollador retrato colectivo de España inspirado en la historia real del sindicalista Enric Marco, protagonizado por un inmenso Eduard Fernández