Cuentan que Nelson Mandela, mientras estuvo recluido en la siniestra Sudáfrica del Apartheid, no dejaba pasar un día de cautiverio sin correr una hora en su celda de 3 metros cuadrados, y que esta férrea rutina deportiva, que acabó por desquiciar a sus carceleros, le ayudó a ahuyentar a sus fantasmas y a sobrevivir a los 27 años de presidio en Robben Island.
Desde luego, la épica imagen de un Madiba íntimo e irreductible no es comparable con la proyección pública de la relación entre deporte y poder que caracteriza a los líderes políticos de nuestros días. Si a los protagonistas de la Transición y los primeros años de democracia en España los recordamos, sin reproches, pegados a un cigarro y a un vaso de Fundador en humeantes tabernas y discretos conciliábulos madrileños, la democracia pop de nuestros días, que ha hecho de la política un ingrediente más en el menú del entretenimiento colectivo total, nos sitúa ante un escenario bien distinto, en el que ver a un Presidente enfundándose unas mallas mientras comparte la foto en Twitter es parte de la normalidad multi-pantalla de la que participamos todos los días.
Es verdad que en la España de la campaña permanente no llegamos a alcanzar la intensidad de ese iconostasio de la virilidad esteparia al que nos tiene acostumbrados el premier ruso Vladimir Putin, que igual caza un oso en Siberia a pecho descubierto que se zambulle, machete en boca, en las heladas aguas de un río siberiano mientras posa para su fotógrafo oficial, pero en nuestra imperfecta democracia, y desde el punto de vista de la comunicación política, el líder deportista, esforzado y constante, que es capaz de encontrar un hueco en su apretada agenda para calzarse unas deportivas, se nos presenta como un producto de la comunicación cada vez más recurrente, que lo acerca, humaniza y rejuvenece ante nosotros. Ver a un mandatario o sus retadores corriendo al amanecer con la mirada fija en el horizonte, evoca la inevitable metáfora política de la carrera de fondo del líder o la de la indeleble huella de su legado. Y así, hasta la alegoría.
Me contaba con discreción un buen amigo que se desempeña como spin doctor (algo así como el Jefe de Gabinete/Responsable de Comunicación en las series políticas americanas, para entendernos), de un conocido líder nacional, el drama, en términos de estrategia de comunicación al que se enfrentaban cada vez que el guión de la campaña electoral exigía al candidato, más aficionado a la buena mesa que al deporte, ponerse un chándal de nylon para jugar una pachanga con militantes convenientemente provistos de palos selfie y cuentas de Instagram para compartir la hazaña en tiempo real. Un desastre.
En todo caso, ya sea la desaliñada puesta en escena deportiva de un Mariano Rajoy sesentón caminando con paso decidido entre la fronda gallega, el postureo JASP de Pedro Snchz en mallas de correr o imprudentemente subido a las aspas de un molino de viento con ese héroe imposible y contemporáneo que es Jesús Calleja, los impostados torneos de basket callejero y canalla de un Pablo Iglesias más preocupado por posar con la camiseta con la bandera republicana que por los insondables secretos del dribling, o la aseada pasión dominguera de Albert Rivera por el motociclismo de proximidad, cada personaje político de nuestro tiempo ha encontrado en su relación con el deporte y en su forma de comunicarlo, un resorte más para la edificación de su liderazgo y su imagen pública, además de un yacimiento fértil para los implacables creadores de memes en las redes sociales.
Fue Aznar quien, antes de sucumbir a ese estado de sobria vigorexia deportiva permanente, inauguró en nuestro país una nueva era de la retórica del Poder en Zapatillas que se extiende hasta nuestros días, y que se nos presenta tan distinta, en términos de comunicación del liderazgo, de la puesta en escena monclovita de un Leopoldo Calvo Sotelo que tocaba el piano en el recogimiento de sus ratos libres o la de un Felipe González enredado entre bonsáis, habanos y solaje de Bodeguilla. Se cuenta que José Luis R. Zapatero, que acostumbraba a jugar al basket con sus invitados en la cancha que se hizo construir en la Moncloa, convencido de la necesidad de marcar diferencias de estilo con su antecesor (al que nadie osaba derrotar al pádel) se dejaba perder con deleite, ya fuese por cortesía, deportividad o por alianza de civilizaciones, algo que aprendió de su admirado Barack Obama, también aficionado al baloncesto, aunque ZP fuera un político alto y el americano, un líder de talla.
En el plano internacional, la relación de los líderes con el deporte se ha convertido, igualmente, en una cuestión de relaciones públicas y comunicación, impensable hace unos años.
En efecto, a la insultante gracilidad atlética de un Justin Trudeau en Canadá (que no sale a correr sin su fotógrafo) se contrapone en términos de ejecutoria deportiva presidencial, la dorada imagen de Donald Trump con el hierro 7 en la mano, la esforzada efigie de Ángela Merkel entre senderos bávaros o el estudiado indigenismo futbolístico de un Evo Morales que pierde la serenidad andina cuando se calza las botas de tacos.
Cabría preguntarse, finalmente, si en la España de las autonomías y los ayuntamientos, las cosas son muy distintas: ¿has visto alguna vez a tu Alcalde corriendo en mallas por la ciudad? Espera unos meses.