El hombre gris era un socrático convencido. Había llegado a las más altas cotas de poder aplicando aquella máxima que había popularizado uno de los padres de la filosofía clásica: “Solo sé que no sé nada”. Con una ignorancia fingida solía ironizar sobre sus propias capacidades cognitivas para esquivar respuestas incómodas que pusieran al descubierto su falsa ingenuidad. Siguiendo la mayéutica de Sócrates, trataba de no tomarse en serio a sí mismo practicando sin descanso nuevos gags con los que distraer la atención de sus discípulos.
El hombre gris que no sabía nada prefería mil veces ser un patán que un sabio. Y en eso consistía básicamente su sabiduría, en disfrazarse de necio para eludir las responsabilidades tácitas de los cargos que ostentaba. De todos los que había ostentado. La zafiedad de sus discursos era tan postiza que no podía ser sino impostada. Como buen neoliberal y ferviente admirador de la mercadocracia y del “sálvese quien pueda”, siempre atendía las indicaciones del oráculo de su cuenta de resultados y hasta ahora no le iba mal. Los dioses siempre hablan en un lenguaje encriptado que cada cual decodifica a su manera de acuerdo a sus intereses. Las cocinas demoscópicas son especialistas en interpretar oráculos a gusto del consumidor. Para no escuchar las voces del inframundo, el hombre gris vivía en una burbuja infranqueable rodeado de una caterva de lares domesticados que repetían consignas y argumentarios ensayados cada mañana. A veces ni eso. Siempre había algún orate con acceso al ciberespacio para defender a su señor a cambio de unas migajas de ambrosía.
Habían llegado a correr rumores de que el hombre gris era solo un espantajo, una Moma que hablaba por boca de otros, así que, de vez en cuando, salía a pasear bajo la lluvia en calzón corto, acudía a los palcos de los estadios, a consejos europeos o platós de televisión para mostrar al pueblo que existía de verdad, que no se trataba de una simulación en diferido. Tal era la sospecha de que nadie era capaz de conseguir tanto con tan poco, que empezó a ponerse en duda la creencia que de verdad fuera un hombre que no sabía nada. Era imposible que alguien se vanagloriara impunemente de su ignorancia y además fuera premiado por ello. La única explicación posible era que el hombre de gris fuera la reencarnación actualizada de algún filósofo de postín. Unos decían que Sócrates. Otros que Maquiavelo. Los más temerarios apostaban porque era un compañero de fatigas que Platón se olvidó de sacar de la caverna. Aunque lo más probable es que, tarde o temprano, acabe siendo un señor de las moscas cualquiera con el que se engaña al pueblo ante el temor de que ser engullidos por la Bestia. Pero en realidad, el hombre que ignoraba demasiado sí que sabía algunas cosas. Pocas, pero inútiles. Sabía guiñar un ojo cuando era consciente de que mentía. Sabía torear a los aspirantes a sucederle en la poltrona. Sabía la alineación de su equipo de fútbol sin titubear. Sabía nadar y guardar la ropa. Sabía en qué temas no debía meterse. Y sobre todo, sabía lo que no debía saber. Todo lo demás, merde!!
@layoyoba