ALICANTE. Apenas una semana después de acabar el Mundial de Rusia 2018. Apenas una semana después de que las selecciones de Bélgica, Croacia, incluso Inglaterra, enamoraran en diferentes estadios de la pasión, pero la también postcolonial Francia convenciera, dicen muchos que sin enamorar, a todo aficionado al fútbol que sumerge por igual la mirada rota en un rectángulo verde que en un rectángulo de patas de mosca sobre un lecho de leche, la saudade es la única opción. Se encuentra en un interregno que lleva desde la cima del Tourmalet (justo en tiempos de tardes somnolientas pedaleando por los caminos de los bleus) hasta las planicies de la Mancha, desde la presunción del futuro en cada pase de la competición mundialista hasta el olor indeleble del pasado que se intenta abandonar en los torneos de verano, ahora aderezados por esas competiciones de grandes sin más premio que no perder la honra (y un buen pellizco para intermediarios, directivos y algún que otro jugador con contrato inestable), por tierras norteamericanas.
Para esta coda de la nostalgia en la serie de lecturas de literatura y fútbol, ha quedado reservado tal vez el mejor texto de ficción que se haya adentrado nunca en el alma inocente del juego, a través del rencor, la memoria huida, el miedo, la moviola de los goles errados.
Ya hemos visto, con Dimitrijević, que el fútbol puede ser un pequeño ecosistema aislado del gran hábitat global de los nombres presentes en las colecciones de estampas del mundo entero. Con Brasil sabemos que la palabra “fútbol” comparte una relación de sinonimia. El fútbol brasileño también puede ser, lo fue, un ecosistema ajeno al hábitat mundial, pero con la diferencia de que el brasileño ha sido un ecosistema que ha fagocitado el mundo futbolístico hasta el punto de resultar incómodo y antipático a ojos del eurocentrismo que, por ejemplo, identifica a los cracks sólo con aquellos que han pasado por sus grandes ligas, la inglesa, la española, la italiana, principalmente.
En 2013, el novelista, cuentista, crítico literario y periodista cultural Sérgio Rodrigues (Muriaé, Brasil, 1962) publicaba en la Companhia das letras de Sao Paulo la novela O drible. Un año más tarde, publicaba Anagrama la traducción de Juan Pablo Villalobos, con el título de El regate. El encontronazo entre Murilo Filho, legendario cronista futbolístico de los tiempos de oro del fútbol brasileño, de la conquista del tricampeonato, de Garrincha y Pelé, del Maracaná, la bossa nova y la playa de Copacabana, con su hijo Murilo Neto, perteneciente a la generación hija de una dictadura salvaje, desencantado y lleno de odio por un padre violento y ausente, al mismo tiempo que gigantesca figura pública, sirve de contexto para las elucubraciones un tanto alucinadas, un tanto iluminadas, del padre obsesionado por racionalizar la hipótesis del paralelo entre fútbol y prosa de ficción.
El fútbol brasileño ya es una obra de ficción para los lectores europeos, para los futboleros europeos, protagonizada por equipos de los que apenas se ha visto jugar alguna que otra vez en las competiciones intercontinentales que ahora enfrentan escuadras de uno y otro continente, pero siempre vistos un poco por encima del hombro los Flamingo, Corinthians, Sao Paulo, Palmeiras, Vasco de Gama, Santos, Gremio de Porto Alegre, Internacional, Cruzeiro, Botafogo, Atlético Mineiro, Fluminense, Recife, Paramaense, Bahia, Chapecoense, América, como si pertenecieran a una segunda división mundial. Pero Brasil, y el fútbol carioca en especial, son el origen del fútbol moderno. Los equipos, los jugadores y el periodismo balompédico, hincha.
“La deuda de nuestro fútbol es por lo menos igual de grande con el gongorismo de los narradores (a parte del paso del fútbol-prosa al fútbol-poesía de Pasolini, que favoreció la admisión de indios y negros en los clubes, hasta ahora profundamente racistas).
Más del noventa por ciento del público sólo tenía acceso al fútbol por la radio, y en la radio cualquier partidito de mierda disputado en cámara lenta por ineptos con barriga de lombrices rebosaba de ruido y furia. Cada cinco minutos los narradores hacían que un don nadie orquestara una hazaña propia de un dios del Olimpo. Por supuesto que ese descompás entre palabras y cosas era inviable a largo plazo, no tenía como sustentarse. Y dado que obligar a la narración radiofónica a volverse sobria estaba fuera de cuestión, lo que restaba era reformar la realidad. Fue así como el fútbol brasileño se volvió lo que es: en gran parte por causa del esfuerzo sobrehumano que los jugadores tuvieron que hacer para estar a la altura de las mentiras que los locutores contaban”.
El regate del título es una metáfora del fútbol como reino de lo imposible, la descripción negro sobre blanco de una de esas tres jugadas que no acabaron en gol, del mundial de México 1970, con las que Pelé enamoró al mundo. Tras un pase diagonal de Tostao, de izquierda a derecha del ataque canarinho, el esférico entra en el terreno etéreo de eso que los narradores radiofónicos definen como pelota dividida. Quién llegará antes a la frontal del área, el delantero de cuádriceps poderosos, Edson Arantes do Nascimento, Pelé, un veterano ya de treinta años, o Mazurkiewicz, el portero uruguayo que ya ha visto horadadas sus redes hasta tres veces en los 89 minutos anteriores del choque. Tres trayectorias que, la de la pelota, la del portero y la del delantero, tres vectores que acaban teniendo un punto de cruce pero no de colisión. Un regate sin regate. Una expectativa, la de Mazurka sobre Pelé, que no se cumple, un balón que pasa bajo los cuerpos de los contendientes, una interrupción brusca del vector con el 10 a la espalda, un cambio de trayectoria, un remate a puerta vacía, una pelota que sale lamiendo la base del palo derecho. El instante con respiración contenida mientras el balón cruza el área chica, esa “interrogación del futuro, sin la cual el fútbol y la vida serían tan pobres como la petanca”.