VALÈNCIA. Habitamos una realidad completamente estetizada en la que lo bello lo impregna todo, como si fuera un gas expandiéndose. Así ve el mundo el crítico cultural e investigador Pablo Caldera en su primer ensayo, El fracaso de lo bello. El libro, editado por La Caja Books, es la reivindicación de una mirada antiestética que quiere desvincularse de la disertación hegemónica qué impera en la crítica cultural. Caldera plantea retrotraernos a “un discurso sobre la sensibilidad, el placer y el conocimiento del deseo, y no tanto sobre lo bello o puramente artístico”.
Con párrafos como “La base de la estética es la distinción entre ser y efecto: una cosa es lo que los objetos —o sus representaciones— sean y otra bien distinta las sensaciones que produzcan en nosotros, y que expresamos mediantes juicios” apreciamos rápidamente el calado del ensayo que tenemos ante nosotros: un texto audaz que se pasea entre las representatividades de los iconos y manifestaciones culturales que nos inundan.
Eloy Fernández Porta prologa este libro que se cuela por los recovecos de la crítica estética para refrescar la manera en la que abordamos los productos culturales. “Ahora, cuando el Ártico se deshiela y el panorama de contemplación que nos rodea se transforma en un limbo entre lo analógico y lo digital –entre lo político y lo pospolítico–, se hace tanto más necesaria una inflexión como la que se presenta en este libro, que muestra los vacíos de la disciplina y ‘los espacios en blanco del gusto común’”.
–¿De dónde la pulsión para escribir El fracaso de lo bello?
–El libro llegó por propuesta de Raúl (Raúl E. Asencio), el editor, que había leído mis artículos. Yo tenía una serie de inquietudes muy presentes, que iba desarrollando en las críticas que publicaba, pero no encontraba un espacio para la metacrítica, que requiere un punto de vista más amplio, trabajar con una constelación de conceptos que, como explico en el libro, no pertenecen únicamente al territorio de la Estética. Todo lo que escribía estaba muy ligado a ejemplos concretos, a tal película o tal libro. Raúl vio que podía plantear algo más amplio, desde una perspectiva más general, lo que en ocasiones es más difícil. Y en el libro, al final, hay un poco de cada cosa. De ahí la estructura, que es lo primero que tuve claro: una parte de discusión conceptual, y otra parte más crítica, la que llamo “sintomatología cultural”, en la que trato de “aterrizar” lo presentado con el análisis de fenómenos culturales específicos, que van desde la retórica columnista hasta las series de Netflix o el cine cruel. Lo bello, como concepto asociativo y renqueante, es un macguffin en el libro.
—En el libro aparece el concepto de los "espacios en blanco del gusto común". ¿Qué son esos lugares?
—Allí donde la predisposición estética se afianza y se inscribe: los osos de peluche, que son el objeto de referencia principal del libro, y con el que empieza el relato, pero también los carteles publicitarios, que aparecen cuando hablo de la obra de Antoni Muntadas, los elementos que interiorizamos y sobre los que no emitimos juicios puramente estéticos, porque no nos produce ese placer que asociamos con lo estético, sino más bien una sensación que, en realidad, es mucho más potente sociológicamente: el pichí-pichá.
—¿Si fracasa lo bello triunfa lo feo?
—El fracaso de lo bello es conceptual. La belleza es un asidero, un paraguas que suele servir como excusa, como justificación, como evidencia. Nos es indiferente hablar de lo bello artístico o lo bello natural, porque es tan ingente su capacidad de persuasión que no hay necesidad de explicación.
Pero el feísmo forma, desde hace tiempo, parte de esa misma cadena. Siempre hay algo de lo feo en lo bello, es una alianza esencial. Lo analizo en el libro a partir de películas tan diferentes como Salò y Pink Flamingos, o cuando hablo de Donald Trump y Macron. Cuando había un concepto férreamente definido de lo bello, basado en armonía o proporción como en la Grecia Clásica, lo feo siempre acechaba como su reverso. Por ejemplo, para Platón lo feo era carencia de medida, y aún hoy tenemos en mente un poso de aquella idea que asociaba lo feo a lo desordenado, lo entrópico. Pero un Cristo agonizante, que es una imagen terrible y muy presente en nuestro entorno, se asocia sin duda a lo bello pese a la sangre, las heridas y lo terrible de la cruz: es descenso de lo divino a lo humano, y por tanto no encarna la absoluta perfección, pero ¿cómo habríamos de considerarlo feo? El trasunto de esta irreversibilidad conceptual, de esta alianza férrea y casi lógica entre lo feo y lo bello, lo podemos encontrar por todos lados en el mundo contemporáneo: los discursos del body positive o ese anuncio de una marca de cosméticos que anima a las mujeres a “elegir su belleza” presentando, como estrategia de marketing, cuerpos asociados a lo no normativo.
—¿Hay que dejar de pensar en "lo bello"?
—Cierro el libro con ese llamamiento a dejar de pensar lo bello porque lo considero ya contraproducente, y pocas veces nos fijamos en ese tipo de conceptos que están, digamos, sobrepensados. Creo que, sobre lo bello, ya está casi todo dicho, lo que no quita que se puedan trazar líneas históricas sobre sus usos, que es lo importante. Lo importante es el uso de lo bello.
—"En la crítica cultural se le concede un valor intrínseco a la brevedad cuando esta no es más que una imposición pragmática". ¿Es esta brevedad un signo derivado del consumo informativo exprés, acelerado y superficial propio de internet?
—Desde hace más de treinta años se viene hablando de la muerte de la crítica. Se ha firmado su certificado de defunción tantas veces que hay que suponer que lo que hacemos es un ejercicio casi arqueológico. Una evidencia es que ocupa menos espacio en la prensa en papel y digital, y que llamamos ‘crítica’ a simples opiniones infundadas y pasadas de rosca, como las de Carlos Boyero, o a meras prescripciones. Pero no creo que los lectores tengan la culpa de la decadencia de las secciones culturales. Sin ánimo de generalizar, la crítica tanto literaria como cinematográfica en España hace años que brilla por su ausencia. Sigue habiendo críticos en grandes medios que hacen su trabajo de la mejor manera posible, aprovechando estilísticamente lo que supone la brevedad, pero no son la mayoría. Lo que abundan son notas de prensa, blurbs mercantiles o meras descripciones que se hacen pasar por crítica.
En cuanto al papel de internet, creo que primero los blogs, luego las redes sociales y más tarde los podcasts han revitalizado el concepto, pero toda esa producción precaria es al final insostenible. El problema sigue siendo, a mi parecer, el aura que se con el que se presenta la figura del crítico, y su falsa autonomía, y no tanto el cambio de paradigma mediático.
—Algunas de las actuales manifestaciones culturales presentan rasgos más antiestéticos que estéticos, ¿puede convertirse la antiestética en estética?
—Los rasgos antiestéticos no solo son también estéticos, sino que demuestran la imposibilidad del discurso de la negación. Como dice Rancière, el malestar estético es tan viejo como la estética misma. La antiestética como propuesta artística es un modelaje estético que encuentra su lugar en tiempos de fatiga doctrinal. Por eso argumento que la antiestética es simplemente una metodología. Intentar comprender el trap únicamente desde ahí sería reducir el fenómeno a solo uno de sus componentes.
—¿Cómo puede servir la belleza de coartada?
—A lo bello se le permiten muchas cosas. Lo bello convence, como dice Anne Carson. En La belleza del marido presenta de forma abrumadora ese estado de letargo en el que te sumerge a veces lo bello. Es un concepto, como el de cultura de masas, que está por encima de los juicios de valor simples, porque no son efectivos. El concepto de predisposición estética se encamina a esos puntos ciegos de la sensibilidad común en los que la belleza se utiliza como coartada. Por eso se dice que lo bello quema, que lo bello es terrible, perverso… todo eso está muy estudiado en la literatura y en el cine, en películas pomposas y metadiscursivas como Muerte en Venecia o en Goethe, en Shakespeare, incluso en Baudelaire…
—¿Por qué es sujeto de tu interés en este ensayo la “nueva izquierda reaccionaria”?
—Es cierto que en el libro aparecen algunos referentes de la nueva izquierda reaccionaria, pero como aparecen también Antonio Muñoz Molina, Tierno Galván o Chimo Bayo. Mi objetivo —que no sé si he logrado— estaba lejos de la caricaturización, y si hago referencia a ellos es porque son los propulsores de un “debate” en torno a la idea de posmodernidad que yo necesitaba referenciar, porque han convertido a esa palabra tan compleja, tan llena de matices, en un comodín vacío bajo en el que introducir su negación no solo de la teoría queer, también de ciertas corrientes artísticas e intelectuales complejas. Y si tienen cabida en el libro es porque su discurso no es nada sin lo estético, sin las imágenes con las que lo acompañan: el obrerismo reducido al mono azul, que busca negar la precariedad de muchas trabajadoras, el café en vaso de tubo, el mantel de papel blanco, el caramelo Respirol… es vergonzoso que un discurso nostálgico cale tan hondo, pero si lo hace es quizás por lo persuasivo de sus imágenes, que apelan a un microcosmos estético muy reconocible. Lo que quería hacer con el último capítulo, en el que hablo de la Movida, del Bakalao, de Madrid de Martín Patino… era reducir al absurdo ese discurso estético.