Algo ocurre en el cromosoma 23, ese lugar microscópicamente remoto de nuestro ADN donde se deciden los atributos sexuales humanos. Algo debe ocurrir que no sabemos, una anomalía, un elemento díscolo que se produce cuando el azar dispone que la configuración de la pareja cromosómica sea XY, y la criatura nazca macho.
A las hembras mamíferas, unas pobres homocigóticas con nuestros cariotipos XX repetidos, nos es difícil comprender la complejidad biológica que debe suponer crecer con esa dualidad cromosómica. En realidad, los embriones humanos son por defecto hembras hasta que al cromosoma Y le da por generar la proteína TDF que es la responsable de que se formen los testículos. Si esa proteína no se activa, nacemos hembras. Alguna alteración desconocida de esta albúmina autora de criadillas debe ser la causante de las desviaciones en el comportamiento sexual de algunos varones. Debe de ser eso, porque son perturbaciones que no suelen tener presencia en la conducta sexual femenina.
Esos desvaríos proteínicos provocan que algunos hombres sientan placer al airear los genitales en público para que se los miren otras personas que no están interesadas en asistir a ese espectáculo callejero. Los parques infantiles, las esquinas de los colegios o los banquillos deportivos son territorio de caza para estos merodeadores de sexualidad tormentosa.
La literatura y el cine han vestido a estos exhibicionistas con una gabardina, aunque yo los he visto a pelo con el pene flácido asomando como un bicho por la bragueta. Ni siquiera tenían una erección que merecieran el esfuerzo y el riesgo. O que causaran admiración en vez de risas. Desde mi pareja de XX soy incapaz de concebir qué les pasa a esos hombres que se te pegan a la espalda como un chicle para que puedas sentir el bulto móvil de su entrepierna que se revuelve como un nido de víboras hambrientas. Esto pasa a todas horas, en cualquier sitio y en todas las latitudes. En el metro de Tokio, en las “mascletaes” donde abundan las aglomeraciones humanas o en cualquier autobús urbano en hora punta, cuando los cuerpos se apelotonan en busca de un punto de apoyo.
El ataque de los cobardes llega siempre desde la retaguardia, nunca miran la cara de sus víctimas. Su objeto de deseo no tiene rostro, solo culo. Y si alguna de las acosadas tiene el valor de girarse para encarar al dueño del bulto opresor, esquivan la mirada y niegan la mayor. La loca eres tú.
Esas perversiones son endémicas en algunos colectivos monopolizados por los varones. La Iglesia católica es un foco de infección, un vivero de desviados sexuales que ejercen su poder en la más absoluta impunidad. Aterrorizan a sus víctimas de por vida. Les inoculan un veneno disfrazado de amor al prójimo del que es difícil escapar sin renunciar al privilegio de los escogidos.
La pederastia ha sido siempre un secreto a voces que corría como la pólvora de confesionario en confesionario en busca de perdones inconfesables. La sexualidad perturbada se alimenta del miedo, del terror que inmoviliza a las víctimas. Y todo parece indicar que es una extravagancia biológica que se esconde en el revoltoso cromosoma Y. Es la única explicación que se me ocurre para que esas anomalías en el comportamiento sexual no se detecten en quienes portamos un XX reforzado en nuestro expediente genético.