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socialmente inquieto / OPINIÓN

El Caruso alicantino

9/11/2020 - 

Va por ustedes”, podría decir un día cualquiera un icono de la ciudad de Alicante en los años sesenta, una persona sencilla y humilde que compartía su arte y su talento allí donde iba a cambio de escucharlo con respeto y de una propina (no una limosna) para pasar mejor, decía, las rigideces de la época. Vivió las penurias de la postguerra civil española y tuvo que labrarse un porvenir, como todo el mundo.

De nombre Esteban Pérez Salgado, nació en el barrio Carolinas en Alicante en 1930. Fue un personaje callejero que no buscó la gloria, ni tener una posición en la sociedad alicantina, sino que destacó por ser diferente. A veces con una mentalidad infantil, otras más de adulto, pero encerrado en su propio mundo, sólo quería ser feliz rodeado de los suyos y compartir con los demás aquello con lo que se sentía más realizado: su voz y su puesta en escena. Sin estar preparado ni para lo uno ni para lo otro, ahí iba a cantar resuelto y orgulloso.

Sirviendo en el ejército, a través de aquella “mili” que tantos añoran donde se enseñaban valores patrios, el respeto a la bandera y al himno nacional, además de ciertas normas de disciplina, en un día de celebración Esteban perdió la vergüenza, y con todo su arrojo, de forma inesperada, se subió al escenario y se puso a cantar. De sus gestos, con su voz quebrada, consiguió vítores y aplausos. El público correaba su nombre, pero también otro que le marcó para toda su vida. Le llamaron Caruso, unos en broma, otros entre sonrisas, y los de más allá sin saber a quién se referían pero siguieron la guasa. Ya saben que hay gente para todo.  

Permitan un alto en el camino para saber con quien lo comparaban y de quién recibió el mote. Nada menos que de Enrico Caruso (1873-1921), tenor italiano de reconocida fama por su extraordinaria voz, fue uno de los cantantes de ópera más famosos del siglo XX, además de emprendedor y pionero en la música grabada.

Licenciado, Caruso volvió a su Alicante natal. Albañil de profesión, era hombre de barrio, aunque se trasladaba en tranvía a las principales calles y avenidas del centro de la ciudad a manifestar su arte allí donde él elegía ser escuchado. En la avenida de Alfonso X el Sabio, junto a la fachada principal de donde estaba el cine Monumental, se situaba su parada de tranvía. Desde allí recorría avenidas y calles por La Rambla, la calle Mayor o el Paseo de la Explanada, a demostrar por qué le llamaban Caruso. Casó con su admirada Marieta “la collares” quien le acompañaba en sus actuaciones callejeras y aplaudía la primera después de cada actuación. Cogidos de la mano recorrían las aceras enamorados el uno del otro admirando ella su talento y él su belleza. Estuvieron juntos hasta que ella marchó a su eterna gira en 1990 y Caruso le acompañó tres años después.

Caruso llamaba la atención por su voz quebrada, pero también por su indumentaria. Vestía con sombrero, una enorme pajarita alrededor del cuello y una chaqueta llena de medallas de diversos tamaños, placas conmemorativas, alguna chapa de publicidad, imágenes religiosas, …. La mayoría se las habían dado personas de la calle que le apreciaban y que lo demostraban con cariño con estos pequeños regalos que, para muchos serían insignificantes, pero para él era el mejor de los reconocimientos. Se sentía orgulloso y las mostraba colgado de su chaqueta. Limpias, relucientes, brillaban como si fueran de oro y para Caruso como si lo fueran por el aprecio que les tenía porque las consideraba sus tesoros. El periodista y escritor de lo cotidiano, Adrián López, manifestaba de él que “pasaba de la camisa de manga corta al chaleco de cuadros escoceses, de los anchos tirantes como la banda de la Bellea del Foc a la pajarita roja de payaso de circo”… Era un personaje.

Caruso, como el Negre Lloma, mencionado en mi artículo de la semana pasada, formaron parte del paisaje urbano de la ciudad, cada uno según sus circunstancias. Tanto que se hicieron populares. No se conocieron, pero compartieron escena en ese deambular callejero por un mundo que no era el suyo y que les reconoció primero con burla, luego con cautela y después con el respeto de la mayoría. Eran inofensivos y ejercían su profesión de holgazán el primero y de artista el segundo en un mundo en el que la improvisación estaba mal vista y desconsiderada.  

El Caruso alicantino no fue tenor, como su admirado Enrico, ni barítono, ni su voz fue ejemplar. Su mérito fue que sin cantar bien, lo hacía con el corazón. Imagínenlo. Él lo que quería era cantar y lo hizo con la mejor de sus intenciones. Como su “Granada”, que tenía en su repertorio, y tantas veces cantó a petición de su público. Era fácil escucharle tarareando la música o cantando su letra: “Granada, tierra soñada por mí/mi cantar se vuelve gitano cuando es para ti/mi cantar hecho de fantasía/mi cantar flor de melancolía que yo te vengo a dar/…”. Recordarán la letra, compuesta por el compositor Agustín Lara en 1932, tantas veces cantada por José Carreras o Plácido Domingo en aquellas inolvidables veladas de “los tres tenores”, ellos dos y Luciano Pavarotti.

Caruso, el alicantino, tuvo el honor de figurar como ninot en una Hoguera oficial en la plaza del Ayuntamiento, junto a su Marieta. Cogidos de la mano queriéndose desde allí donde estén y mirando a su admirado Alicante que tanto les dio.

Caruso se hizo popular. Me lo encontré cantando algunas veces por la calle. No me gustó lo que vi. Ya estaba mayor y la mayoría de esas veces observé cómo algunas de las personas que se lo cruzaban por la acera se burlaban de él. Un día se acercó a un grupo de jóvenes que le escuchábamos y nos dijo: “No tienen ni idea” señalando a los que antes se habían reído de él y, después, se marchó como había venido, cantando y sonriendo a su mundo como si fuera un gran artista. No hacía daño a nadie y así era feliz. Ya ven, genio y figura, a su manera.

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