Esta semana el Gobierno de España ha dado luz verde a una de las leyes más importantes de la legislatura y de la que, sin embargo, me temo, se hablará muy poco. ¿Por qué? Porque es una buena ley, buena para todos con independencia de quien seas y a qué partido votes. Una ley a la que resulta muy difícil oponerse, y que, precisamente por eso, no será fuente de polémicas y, por tanto, no será el foco de atención, en las portadas y en las tertulias. Se trata de la Ley de Familias.
En la rueda de prensa de presentación de la ley, lo que acaparó la atención fue una pregunta impertinente dirigida a la Ministra de Derechos Sociales, Ione Belarra, sobre su vuelta al trabajo antes de completar su baja por maternidad. Al día siguiente, lo que acaparó tiempo en las televisiones fueron unas declaraciones de la señora Ayuso asegurando que la ley pretende que la gente no trabaje. Ese es el nivel.
¿Y sobre las medidas que contiene? Muy poca cosa se ha dicho o publicado. La ley atiende, entre muchas otras cuestiones, el cuidado de nuestros familiares creando tres nuevos permisos de conciliación: el primero, retribuido, de 5 días al año por enfermedad grave. El segundo, para atender urgencias, de 4 días al año, también retribuido. Y el tercero, no remunerado, de 8 semanas al año, para los periodos vacacionales de los niños o las primeras semanas del curso escolar con horario reducido. Para millones de madres y padres estos permisos supondrán no morir del estrés porque no puedes ni atender a tu hijo que te necesita, ni desatender el trabajo. Un alivio por no tener que depender constantemente y abusar de los favores de los abuelos, los hermanos o los amigos.
Esta ley atiende la situación enormemente complicada de las familias monoparentales, el 54% de las cuales están en riesgo de pobreza, casi siempre sostenidas por mujeres. Si la conciliación es ya prácticamente imposible con los dos progenitores, siendo una sola y sin demasiados recursos, implica una situación de permanente angustia para ellas y con consecuencias también para los niños.
A las familias no les ayuda en nada la retórica casposa y excluyente de los partidos reaccionarios, se las ayuda y se las atiende con políticas sociales. Se las ayuda con escuelas, con becas comedor, con libros de texto gratuitos, con centros de salud, con unas urgencias médicas debidamente atendidas, con permisos de maternidad y paternidad, con medidas contra la violencia machista, con el ingreso mínimo vital. Ni la homofobia, ni la religión en las aulas, ni el pin parental, ni el acoso contra las clínicas que practican abortos ayudan en nada ni a los niños ni a sus padres. Los ultraconservadores no protegen la familia, la patrimonializan, del mismo modo que hacen con la idea de patria. Creen que son ellos quienes definen el concepto mismo de familia, quienes fijan el arquetipo de lo que debería ser y quienes delimitan qué familias merecen ser reconocidas como tales.
La extrema derecha vincula la reducción de la natalidad con sus chaladuras racistas y antifeministas. Lo cierto, es que si España, junto con Italia, Grecia y Portugal, tienen las peores cifras de natalidad de Europa es porque tenemos sistemas de bienestar menos desarrollados, economías menos robustas y porque en los peores momentos se aplicaron las peores políticas de recortes. La disminución de la natalidad es el síntoma, el problema son la emigración de nuestros jóvenes y la imposibilidad material de poder crear una familia sin acceso a una vivienda digna y a un trabajo con un sueldo y un contrato decentes.
Durante mucho tiempo a las fuerzas progresistas se las ha etiquetado como enemigas de la familia por luchar por la igualdad dentro del matrimonio o por tener un concepto mucho más plural e inclusivo de la misma. Es todo lo contrario, la familia, aún sin idealizarla, ha sido una de las pocas instituciones sociales que han resistido en el seno de sociedades cada vez más fragmentadas y marcadas por el individualismo. Han sido las familias las que han atenuado las consecuencias de la crisis económica o del aislamiento durante la pandemia. Es en el seno de la familia donde se crea y se sostiene la vida. La familia es de lo poco que nos queda que no se ha convertido en un producto susceptible de ser comprado y vendido, uno de los pocos espacios en nuestras vidas que no han sido colonizados por el mercado. Eso no significa que la familia no haya sido, para muchas personas en muchos momentos, espacios sumamente opresivos, no se trata de convencernos de que es un objeto que venerar sino de que merece la pena preservarla.