En los pueblos es fácil saber cuándo y dónde ha muerto alguien. Las campanas tocan a duelo con acordes diferentes según el sexo del difunto. Cualquier lugareño lo entiende. Menos yo, que nunca he conseguido desentrañar los lamentos del campanario. Cuando alguien fallece se pone en marcha un engranaje colectivo que las mujeres mantienen perfectamente engrasado desde hace siglos, en el que cada cual asume la función que le corresponde para que esa "ceremonia del adiós" transite plácidamente. Las mujeres de la familia se encargan de amortajar al difunto con su traje de domingo, le cierran los ojos y la boca, le taponan las orejas, las fosas nasales y le deslizan un rosario entre las manos. En cuanto el muerto está presentable comienza el trasiego en la cocina. Calditos para la noche en vela, carnes en salsa y tortillas para picar entre llanto y llanto, dulces variados y café negro. Todo el mundo sabe que las lágrimas amargan y retiran las ganas de comer.
En los pueblos, el dolor no se esconde. Por las puertas del domicilio familiar, los lamentos y los vecinos salen y entran. Se llora en voz alta. Se habla en voz baja. El vecindario aparta los muebles que estorban hasta que la familia regresa del cementerio. Cuando vuelven, todo está en su sitio. Las macetas, en sus rincones; la mesa, otra vez en el centro del comedor y el sofá, en el lugar que siempre ocupó. Los suelos aparecen limpios y las ventanas abiertas para que se vaya el olor a humanidad y muerte. Apenas queda nada que recuerde la larga noche de velatorio. Es un trabajo anónimo y femenino, como si decenas de duendes silenciosos se afanaran en borrar los restos del naufragio familiar que supone la muerte de un ser querido.
El dolor sube de intensidad momentos antes de que cierren definitivamente el ataúd. Son los últimos besos, las caricias postreras que ya no encuentran respuesta. Los muertos se van a la tumba con la cara húmeda. Los hombres se tragan las despedidas en silencio. Las mujeres no. Los amigos introducen sus ofrendas en el féretro. La copa con su nombre que guardaban en el bar donde veían los partidos importantes, la camiseta del Real Madrid, un cedé con sus fandangos favoritos... Un ritual que trae aromas del Nilo.
El otro momento estrella es la recogida del pésame en la puerta de la iglesia. El aprecio por el muerto se puede contar en besos y abrazos. Los hombres desfilan primero. Las mujeres cuchichean mientras dura la procesión varonil. Se confiesan dolencias personales. Se auguran entierros futuros. “Este marzo cuánta muerte está trayendo. Pobrecito si ayer mismo le vi yo sentado en su banco de la plaza. Pero es que cuando la muerte te enfila no hay quien la pare. Resignación, que a todos nos va tocando. Las muertes repentinas son buenas para los que se van pero muy malas para los que se quedan. Te acompaño en el sentimiento”. Y siguen desfilando...
Las casas de los muertos se convierten en lugar de peregrinación durante varios días. Los familiares cercanos acuden para compartir recuerdos. Las vecinas para ofrecer su ayuda o para echar el rato. Es un ritual de semanas que suaviza el dolor agudo que provoca la ausencia, la hinchazón del alma tras la picadura de la muerte. Hasta que sólo quede la cicatriz. La mía reverdece cada dos de marzo.