VALÈNCIA. Llega así, siendo lo que antes no era. De pronto la posibilidad es una realidad, y todo cambia de golpe. La piel de los días se desprende muy rápido. Un día desayunas ajeno a que hay una guerra enquistada desde dos mil catorce en el oriente de Europa —también ignoras otras guerras activas en diferentes escenarios lejanos y con poca capacidad para despertar la empatía—, y al día siguiente se te atraganta el café que tomas en tus escasos minutos de cara pegada a la pantalla y scroll somnoliento al ver todo un país siendo atacado desde diferentes posiciones. No das crédito. Y eso que vives en la otra punta del continente, o en el centro, o en una isla. Las bombas ya están cayendo: los soldados del país vecino han cruzado la frontera, y también sus misiles, que se abaten como halcones suicidas sobre infraestructuras sensibles. También caen edificios de viviendas arrastrando consigo las vidas de quienes un día antes desayunaban allí preparándose para comenzar un nuevo día de su existencia, leyendo quizás la crónica de otra muerte distante.
El inicio de lo que se anunciaba te ha cogido a contrapié, bien es cierto que la cosa no pintaba nada bien en las últimas semanas. Las noticias eran alarmantes: las tropas se acumulaban en el borde entre los dos países. Las ganas de que las cosas sigan siendo como son y no se transformen produce una ceguera sonrojante que avergüenza sobre todo a posteriori. Como se suele decir: si anda como un pato… ¿qué podía ser que iba a suceder sino una catástrofe? ¿Para qué tantos hombres vestidos de uniforme, pertrechados con herramientas de la parca y dispuestos para entrar en la picadora de carne? Y pese a todo, no das crédito y el café se te atraganta. Ha empezado. Las bombas están cayendo. Ves vídeos de enjambres de helicópteros que se mantienen en el aire sobre las cabezas de ciudadanos aterrorizados como monstruosas avispas de metal. Los ciudadanos hormiga tendrán que aprender a vivir bajo tierra durante un largo periodo de tiempo. La revolución no será televisada, pero la guerra sí.
Igort es el seudónimo con el que firma sus obras el autor italiano de orígenes rusos Igor Tuveri, quien viajó a Rusia y Ucrania con la idea de trabajar en una obra sobre Chéjov; una idea que finalmente dejaría de lado para dar paso a otra, los Cuadernos ucranianos y los Cuadernos rusos que Salamandra Graphic publicó en un único volumen. Las obras, de tipo periodístico y documental, recogen, en el primer caso, las historias de los ucranianos que vivieron bajo el régimen comunista de Stalin, y en el segundo, la guerra de Chechenia y la vida en la Rusia de Putin. Ahora a esos cuadernos se suma uno nuevo, Cuadernos ucranianos. Diario de una invasión (con traducción de David Paradela), en el que, a través de ojos a pie de calle, se narra el horror de lo sucedido, la brutalidad sin sentido de un ser humano que no solo puede convertirse en la peor versión de algo vivo en determinadas circunstancias excepcionales, sino que en muchas ocasiones viene ya de casa siendo una aberración, cruel hasta el infinito, miserable y tan efímero como cualquier vida en este planeta. Si el café se atragantaba, algunas páginas cortan la digestión.
¿Qué nos pudo pasar en la evolución para haber llegado a generar tantos individuos de nuestra especie así? No cabe duda de que hay algo en el ser humano que no está bien. La guerra es solo uno de los contextos en los que aflora un salvajismo que no pretende nada más que saciar su violencia y su perversión. En estos Cuadernos de Igort, además, queda claro desde la primera página. La guerra no es más que miseria. Siempre miseria. Las historias que el italiano ha decidido incluir recogen casos que comparten una esencia absurda: un disparo en la cabeza mientras buscas a tu perro entre las ruinas de tu casa, una paliza mortal (si no algo peor) por renunciar tras sentirte engañado y ver a tu amigo sin piernas y agonizando por el dolor. La pregunta no es para qué. Es decir: sí lo es, pero desde una perspectiva más existencial. En el plano práctico, las guerras siempre tienen fines relacionados con el territorio, la seguridad y los recursos.
Ese para qué menos terrenal no tiene respuesta, es evanescente, se expande gaseoso y se pierde a medida que trata de abarcar tanto dolor. Un muerto, dos muertos, tres muertos, diez muertos, cien muertos, miles de muertos, cienmiles de muertos, millones de muertos, una historia de muertos por una pregunta sin respuesta en el tejido sobre el que nos movemos y que cubre el vacío. En el vacío tampoco hay respuestas. Igort consigue reflejarlo en sus páginas con enorme acierto: las víctimas nos miran con los ojos alucinados de quien ha visto demasiado, o con la mirada perdida en algún punto justo detrás nuestro. Así miran durante varias viñetas. Los cuerpos, tirados de cualquier manera, quedan así, son ya solo cuerpos que serán abandonados, o que generarán para los familiares que quedan tras ellos un saco de patatas y una botella de aceite, triste ajuar de la muerte que les será entregado a modo de compensación mínima, de detalle fúnebre, quién sabe si una tradición o una atención macabra.
En una de las páginas respira la luz de Anna Ajmátova: “La miel salvaje huele a libertad; / el polvo, a rayo de sol; / la boca virginal, a violetas; / y el oro, a nada”. Ha pasado más de un año del día en que todo cambió. El día en que de algún modo se escribió la primera nota de estos nuevos Cuadernos ucranianos. Un año y un mes y una cantidad inmensa de sufrimiento: un dolor que se concentra en su máxima intensidad en Ucrania y que desde ahí se propaga como las ondas de una piedra que rompe la tensión superficial de un estanque para perderse en su fondo oscuro, una metáfora comprensible del vacío.